Rolf miró nervioso por la calle oscura y solitaria. Toda la ciudad parecía dormir, y las únicas luces eran aquellas de los pocos faroles que brillaban a lo largo de la avenida principal. Una de ellas se levantaba redondamente frente a la ferretería.
—Reprobable acción —murmuró Mister Sheperton—. Irrumpir en la ferretería para robar cosas para los duendes. Creí que la educación que yo te había dado era mejor que esto.
Rolf lo hizo callar.
—No entiendes. Cállate.
—¿Callarme? ¡Por cierto que no lo haré! —replicó Mister Sheperton, pero en un gruñido susurrante—. Tendría ganas de dar tal alarido que atrajera de inmediato a la policía. Si tan solo hubiese luna llena…
En tanto permanecía, indeciso, oculto en las sombras del vestíbulo de la sala cinematográfica de la ciudad del Centro Espacial, Rolf sentía los nervios en tensión. Shep tenía razón. Robar no era justo. Pero si un pequeño hurto podía asegurar el futuro, la supervivencia del pelícano pardo y de todos los seres del mundo que estaban amenazados de ser destruidos mediante la contaminación de una u otra manera, sin duda que el fin justificaba los medios.
—Estabas muy silencioso esta noche en casa —dijo a Shep—. ¿Por qué no hablaste entonces?
—No tenía nada que decir —replicó el perro—. ¿Querías que yo preparase la cena para ti?
Como de costumbre, el padre de Rolf había estado ausente. La cuenta regresiva para el lanzamiento a Marte era tan importante que le impedía ir a cenar a casa. La madre había estado ocupada otra vez con la bebita, y cuando Rolf volvió de Playalinda, se encontró con que debía prepararse su cena.
Abrió un envase de spaghetti y otro de carne estofada, y comió ambas cosas en frío. Shep tuvo su acostumbrado alimento para perros, así como la mitad de la carne en lata.
Luego Rolf miró televisión por un rato, moviéndose inquieto en la sala de estar mientras la comida se le hacía un bulto frío dentro del estómago. Esperó hasta que fuese lo bastante tarde como para poder escurrirse de la casa. Rita Amaro había llamado por teléfono para preguntar cuándo aparecería su padre en el noticioso televisivo, y Rolf le colgó tan pronto como pudo.
Ahora, cuando todos dormían, Rolf aún se inquietaba al mirar la calle desierta.
—Si es la policía lo que te preocupa —dijo fríamente Mister Sheperton— estoy seguro de que los duendes han de mantenerla ocupada en otras cosas. Pueden causar toda clase de desastres en el mundo cuando se lo proponen.
Rolf se animó un tanto.
—Baneen dijo que nos ayudaría…
—¿Nos ayudaría? —Las orejas de Mister Sheperton se pusieron de punta por un instante—. A nosotros no, jovencito. A ti. Eres tú quien ha optado por el camino del delito.
—Ea, vamos. Se trata solamente de unos transistores.
—Para empezar.
Rolf no sentía ganas de discutir. Miró una vez más la calle de arriba abajo.
—¿Por qué tendrían que poner ese farol justamente aquí, frente a la ferretería?
Y en ese preciso momento, ese mismo farol se nubló, chisporroteó y luego quedó totalmente apagado. Los escaparates de la ferretería parecían haber sido tragados por la oscuridad.
—¡Baneen! —Rolf tuvo ganas de gritar de alegría—. ¡Después de todo, nos está ayudando! Tal como había prometido.
—Confía en los duendes, que te ayudarán… a meterte en líos —murmuró sombríamente Mister Sheperton.
Pero Rolf ya no escuchaba. Cruzaba velozmente la calle, y confundiéndose lo mejor que pudo con las sombras proyectadas por los muros, fue calle abajo hacia la ferretería. Shep trotaba detrás de él, saltando sobre sus patas; las uñas tintineaban sobre el pavimento. No había otros ruidos. La noche era tan silenciosa como oscura. Se escurrieron hacia la entrada de la ferretería, ubicada entre los grandes cristales de dos vidrieras. Estaba maravillosamente oscuro ahí dentro. Tan oscuro, en verdad, que Rolf no podía distinguir bien la puerta. «¿Cómo podré falsear la cerradura si ni siquiera veo el agujero para la llave?», se preguntó.
—¿Has pensado en la alarma contra ladrones? —preguntó Mister Sheperton.
—¿Eh? ¿Alarma contra ladrones? —Rolf tocó en la oscuridad la manija de la puerta…
¡Y la puerta se abrió!
Rolf la sintió ceder, abrirse hacia adentro, y casi perdió el equilibrio. Tambaleó, intentando evitar la caída, y de pronto se encontró dentro de la ferretería.
—¡No estaba cerrada! ¡Se olvidaron de dar llave!
—Será más bien otra muestra de las artes mágicas de los duendes, me parece —rezongó Mister Sheperton—. Te ayudan en todo lo que pueden… mientras tú hagas lo que ellos quieren. Lo que en realidad están haciendo, por supuesto, es ayudarte a que te hagas tan tramposo y ladrón como ellos mismos…
—Oh, vamos, Shep…
El perro lanzó un gruñido.
—Eh… Mister Sheperton. Todo lo que tenemos que hacer es encontrar los transistores adecuados y un poquito de cable. La ferretería no echará de menos lo que nos llevaremos.
—Pero este es solo el primer paso, Rolf. Los duendes no querrán que te detengas ahí. Una vez que has empezado a trabajar para ellos, una vez que hayas mordido el anzuelo de sus promesas, ya estás enganchado. Siempre prometen mucho más de lo que dan, y te impulsarán a hacer en cada ocasión, bribonadas más grandes y riesgosas. Finalmente, cuando hayan obtenido todo lo que quieren, tú estarás entre rejas. O peor aún. Recuerdo el caso de aquel joven, un violinista…
Rolf meneó la cabeza.
—No importa. Tengo que encontrar lo que necesitamos. Sacó del bolsillo de su camisa el trozo de papel y procuró leer la cuidadosa escritura de O’Rigami. Estaba demasiado oscuro para ver gran cosa, pero de algún modo el papel parecía mucho más largo que cuando lo había recibido.
—Mejor no encender ninguna luz junto a los escaparates —dijo Rolf, más para sí que para Mister Sheperton.
De modo que, lentamente, avanzó por el corredor central de la tienda, guiándose más por el tacto y la memoria que por lo que se veía. Después de algunos tropiezos, se ocultó tras el gran mostrador donde estaba la máquina registradora. Sentado sobre los tobillos, Rolf sacó del bolsillo su lápiz-linterna y lo encendió.
La lista de O’Rigami parecía en verdad mucho más larga de lo que él la recordaba. Las letras verdes titilaron cuando la lucecita brilló sobre ellas, y Rolf pestañeó; incrédulo, cuando vio que otros tres artículos se inscribían solos al pie de la lista.
Tomando aliento, como un hombre a punto de zambullirse en picada desde un altísimo trampolín, Rolf se puso de pie y comenzó a escudriñar por estanterías y depósitos, en busca de lo que O’Rigami necesitaba.
Le tomó largo rato. Rolf tenía que manejarse en la oscuridad, encendiendo apenas su lápiz-linterna en rápidos fogonazos para leer las etiquetas de los estantes y las cajas allí alineadas.
Y la lista del duende parecía hacerse más larga cada vez que volvía a leerla.
Poco a poco, una pequeña pila de transistores, conexiones, cables y otros elementos de todo tipo —incluyendo nada menos que un marcador verde con punta de fieltro— crecía sobre el mostrador de atrás, junto a la registradora.
Rolf estaba poniendo sobre el mostrador dos transistores más, tan pequeños como pulgas, cuando Mister Sheperton advirtió:
—¡No te muevas!
Rolf quedó paralizado.
El perro parecía olfatear el aire. Luego dijo:
—No enciendas la linterna y escóndete tras el mostrador. ¡Rápido!
No bien Rolf acababa de ocultarse cuando un rayo de luz atravesó la tienda. Atisbando desde el costado del mostrador, Rolf pudo ver cómo un coche policial se había acercado a la acera y dirigía sus potentes focos al interior de la ferretería.
«¡La puerta!». Los nervios de Rolf fueron como sacudidos por electricidad no bien recordó que la puerta estaba abierta. «¿Qué hago? Tal vez, la puerta trasera»…
Un policía ya estaba fuera del coche y se dirigía a la entrada. Rolf no se atrevió a moverse; no podía ni respirar. El agente caminó lentamente hacia la puerta sin llave, miró el farol todavía apagado, tendió la mano e intentó abrir la puerta. La puerta permaneció cerrada. El agente insistió, la sacudió unas veces más y luego retornó al coche.
—Todo está bien —le oyó decir Rolf a su compañero del coche—. Cerrada herméticamente. Será mejor avisar a la compañía de electricidad para advertirles que hay aquí un farol inutilizado.
—¡Ahora no! —contestó su compañero—. La radio está enloquecida. Todas las alarmas contra ladrones en el centro comercial de la ciudad se han detenido al mismo tiempo. Debemos ir allá y averiguar qué pasa.
El policía saltó dentro del coche. Antes de que pudiera cerrar la portezuela, su camarada ya había dado marcha atrás y se alejaba de la acera. Luego viraron calle abajo con su señal roja dando destellos.
La oscuridad volvió a enseñorearse de la tienda. Lentamente, Rolf se puso de pie. Tenía las piernas doloridas por los calambres. Temblaba, empapado en sudor frío.
Mister Sheperton se incorporó también y apoyó las patas delanteras en el mostrador. Se enojó al ver la pila de componentes electrónicos.
—¡Tantos riesgos por unas chucherías que apenas cuestan unos míseros diez dólares!
Rolf miró la pila de cosas. Mister Sheperton tenía razón. Todas esas baratijas no podían costar más de diez dólares.
De pronto, acarició aquellas orejotas caídas, aquella cabeza lanuda.
—Vamos, Sheee… Quiero decir, Mister Sheperton. Vámonos de aquí.
—¿Y dejar el botín?
—Lo llevaremos mañana por la mañana. Legalmente. Cuando abra el banco y yo pueda sacar mis ahorros de la cuenta. No me había percatado de que estas cosas eran tan baratas.
Como no podía ser de otro modo, cuando Rolf empujó la puerta de entrada, estaba de nuevo abierta. Mientras él y Mister Sheperton trotaban calle abajo de retorno a casa, el farol volvió a encenderse frente a la ferretería.
El desayuno era casi el único momento en que Rolf veía ya a su padre.
Tom Gunnarson nunca había sido un hombre vocinglero ni jovial. Pero en esos días estaba tenso, nervioso, y apenas pronunció una palabra mientras su esposa ponía sobre la mesa sendos tazones de cereal para sus hombres.
—¿Cómo va la cuenta regresiva, papá? —preguntó Rolf.
—¿Eh? —Tom Gunnarson parecía sumergido en pensamientos privados. Miró a su hijo—. Ah, la cuenta regresiva… Bien, justo a horario. Todo marcha bien. Sin contratiempos. No hay duendes metiendo la nariz.
Rolf casi se ahogó con una cucharada de cereal.
—¿Du… duendes? —tosió.
—Seres mitológicos —explicó Gunnarson con aire ausente—. Cuando quiera que algo ande mal con una pieza de maquinaria, los técnicos dicen que los duendes andan rondando. Se culpa a los duendes por todo aquello que no anda bien; se los supone muy traviesos. En realidad los duendes no existen, por supuesto.
Tragando a duras penas, Rolf permanecía en silencio.
—No —continuó su padre, pensativo—. La cuenta regresiva está notablemente libre de duendes. Todo va tan perfecto que parece cosa de magia. Lo cual me recuerda algo… en un día o dos tendré una feliz sorpresa para todos nosotros.
—Si todo va tan bien, ¿por qué no pasas más tiempo en casa? —barbotó Rolf.
—¡Rolf! —intervino su madre—. No seas atrevido. Sabes que, si pudiera, tu padre pasaría más tiempo en casa. El lanzamiento…
Pero Tom Gunnarson puso una mano huesuda y fuerte sobre el brazo de su mujer.
—En realidad, Rolf —dijo—, no fue el lanzamiento lo que me tuvo ocupado anoche. —Su voz sonaba levemente confusa, cansada—. Tuvimos una larga reunión con el personal de vigilancia.
—¿Vigilancia? —chilló Rolf. El corazón le dio un vuelco interior.
—Sí. Alguien ha estado introduciendo furtivamente embarcaciones llenas de turistas en la zona despejada de la costa de Playalinda. Eso no es realmente muy peligroso en este momento, pero la gente de vigilancia está muy intranquila. Esa zona debe ser evacuada antes del lanzamiento, y si algún marino ladrón se aprovecha de los turistas y estorba nuestro lanzamiento…
El padre de Rolf cerró el puño con tanta fuerza como para torcer metal. Por fortuna no tenía la cuchara en la mano en ese momento.
Terminaron el desayuno en silencio. O casi. La bebita empezó a llorar cuando Rolf se llevaba a la boca la última cucharada de cereal con leche. La señora Gunnarson se levantó prontamente y fue a la habitación de la niñita. «Antes era mi cuarto de juegos», no pudo dejar de recordar Rolf.
Su padre se levantó un momento después.
—Hasta luego, hijo.
—Está bien, papá.
Tom Gunnarson saludó a su esposa desde la puerta de calle. Ella le contestó desde el dormitorio de la bebita, diciéndole que tratara de regresar temprano para descansar bien esa noche. Después, él se marchó. Rolf permaneció sentado en la cocina. «Solo, —pensaba—, solo de nuevo».
Separó la silla de la mesa y, sin decir una palabra a su madre, salió por la puerta trasera.
Sacaba su bicicleta del garaje cuando llegó Rita. Tenía justamente la misma edad de Rolf; en realidad, se habían criado juntos pero ahora ella le parecía una extraña.
—Hola —dijo ella.
—Hola —contestó él, ocupado en sacar su bicicleta.
—Oye, estuvo fantástico en la televisión, anoche —agregó Rita.
—¿Quién? —gruñó él sin mirarla.
—¡Tu papá! —repuso ella mostrándose sorprendida—. ¿No viste a tu padre por televisión anoche? Lo vimos en el último noticiero. Y volvieron a pasarlo otra vez esta mañana en el programa en cadena. Todos en el país deben haberlo visto esta mañana.
—Gran cosa —dijo Rolf.
—¿Qué quieres decir con eso… gran cosa? —insistió ella, mirándolo fijamente.
—Gran cosa —insistió él—. ¿Sabes lo que es importante hoy en el mundo? La ecología; eso es. Pero ¿crees que verás a alguien en la pantalla por estar trabajando en ecología? En cambio cualquiera que esté conectado con lanzamientos espaciales… es fantaaástico. —Rolf estiró con sarcasmo la última palabra.
—Rolf, eres… —casi explotó ella.
Rolf la miró, entonces. Rita Amaro era una chica feliz, siempre sonriente, le brillaban los dientes en contraste con su tez tostada. En secreto, Rolf había decidido durante su anterior período escolar, después de que ambos habían más o menos perdido contacto, que era en verdad una linda muchacha. Cuando fuera grande, sería probablemente tan hermosa como para llegar a estrella de cine, azafata de avión o algo así… y olvidaría haberlo conocido. En ese momento ella parecía a punto de enfadarse con él, pero no lo hizo.
—¡Es tu «padre», Rolf! —dijo ella—. Pensé que estarías orgulloso. Hombre, ¡mira que eres raro!
—No sabe nada de ecología —murmuró Rolf—. Más aún, no le interesa. No es más que un técnico.
Ella abrió la boca, y esta vez se preparó para una explosión, pero, en cambio, cerró nuevamente los labios.
—Rolf —le dijo casi gentil—. Eres… Yo no sé qué…
—Raro —contestó Rolf, tomando impulso con la bicicleta—. Eso es lo que soy, raro. Y mi padre es famoso. ¡Gran cosa!
La dejó quieta en la calle, mirándolo como si todavía estuviera medio enojada y medio algo que él no pudo definir.
Shep surgió no se sabe de dónde mientras Rolf pedaleaba por la calle rumbo al centro de la ciudad, y corrió junto a la bicicleta. El sol de la mañana no estaba aún muy alto; el día era todavía fresco. Soplaba una linda brisa; Rolf quería llegar a la ferretería en el preciso momento en que la abrían. Pero tenía que detenerse antes en el banco.
Frente a la ferretería había una grúa muy alta y en su cabina un electricista con casco en la cabeza que gritaba a su ayudante:
—¡Te digo que no le encuentro nada! ¡El que llamó diciendo que este farol no funcionaba estaría bromeando!
—Fue la policía la que avisó —vociferaba su ayudante.
El electricista meneó la cabeza.
—La mitad de las alarmas contra robos, descompuestas, y ¿qué hace la policía? ¡Atender falsas denuncias sobre farolitos apagados!
Rolf trató de no sonreír abiertamente mientras dejaba su bicicleta contra la pared de la tienda; luego, entró. Shep se acomodó junto a la bicicleta.
La pila de materiales seguía estando en el mostrador, junto a la registradora. Uno de los jóvenes empleados lo acababa de ver y lo contemplaba, perplejo.
Rolf se dirigió hacia él.
—Jem, eso es mío —dijo—. Vine ayer, en el momento en que cerraban, y como no tenía bastante dinero para comprar tantas cosas, pedí al hombre que las dejara aquí, así yo podría recoger todo esta mañana.
El vendedor frunció el entrecejo. Miró alternativamente a la pila de componentes electrónicos, a Rolf, a la pila otra vez.
—Estuve aquí anoche, y ayudé a limpiar después de cerrar. Y no recuerdo… —luego, encogiéndose de hombros, agregó—: Bueno, lo que sea. Te prepararé la cuenta…
Eran exactamente trece dólares con trece centavos, lo que no dejaba mucho en las reservas de Rolf.
Meneando tristemente la cabeza al pensar cuánto tiempo le había llevado reunir esa suma, Rolf aseguró el paquete en la cesta de su bicicleta y enfiló hacia Playalinda.
—Vamos, Shep —llamó—. Quiero ver qué hacen con estas chucherías.