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Faltaba una semana para el lanzamiento a Marte.

«El lanzamiento», como lo llamaban todos en los alrededores de Cabo Kennedy.

«¡Gran cosa!», pensó Rolf Gunnarson mientras abría la puerta del garaje. La puerta se le resbaló de las manos y traqueteó ruidosamente en sus carriles hasta golpearse al final de ellos con un sonoro impacto. Por un instante Rolf se sobresaltó pensando que el ruido despertaría a su hermanita menor; después apretó la mandíbula. ¡Que se despierte!

Rolf pasó con dificultad junto al automóvil de su padre —un coche oficial de la NASA— para llegar a su vieja bicicleta de tres velocidades. «¿Así que no necesito una de diez velocidades, eh? —murmuró para sí—. Él está demasiado ocupado con su tiro al espacio para escucharme. Realmente necesito esa bicicleta para llegar al Refugio de Vida Natural y volver. Pero a él no le importa la ecología, el Refugio ni nada… ¡salvo ser Director de Lanzamiento para este vuelo a Marte!».

Con ceño arrugado Rolf sacó del garaje la bicicleta y la condujo entre los cinco o seis vehículos estacionados a lo largo de la calzada. En la calle estaba detenido un camión grande de televisión. Dentro de la casa, los técnicos de la televisión estaban extendiendo cables e instalando luces y cámaras. Iban a entrevistar a su padre. Faltaban apenas unos días para «El lanzamiento».

—Parece que fuera uno de ellos… uno de los astronautas que va a Marte —dijo Rolf a Shep, que estaba acostado a la sombra del naranjo, en el patio delantero de los Gunnarson. Shep se parecía a una pelota de lana parda y blanca con la lengua roja afuera, jadeando.

Era un día de los más calurosos que puede producir Florida en verano. El sol quemaba desde un cielo azul brillante veteado aquí y allá con nubes blancas y relucientes. Pero Rolf ya no podía quedarse en casa. Primero era su padre diciéndole: «¡Ahora no, Rolf! ¿No ves que estoy ocupado? “El lanzamiento” primero y después hablaremos de eso». Después era la cuadrilla de televisión que alborotaba por toda la casa diciendo: Muchacho, ¿quieres salirte de en medio?

Con un silbido, Rolf llamó a Shep para que lo acompañara y empezó a pedalear rumbo al Refugio Nacional de Vida Natural de la Isla Merritt. Hoy pensaba no ir allá, quedarse en casa. Pero ahora…

«Debí haberme traído un poco de limonada o algo», se dijo, mientras recorría la calle pedaleando su bicicleta y pasaba frente a las pulcras casitas de césped y arbustos en flor.

Por un instante pensó en regresar, pero luego sacudió la cabeza negativamente. «Tal vez no regrese nunca», pensó lúgubremente mientras viraba para salir de la calle y encaminarse hacia el Camino de Old Courtnay.

Recorrió varios kilómetros en silencio, con Shep correteando a su lado. Aunque hacía calor, la rapidez con que andaba hizo que una brisa le soplara en el rostro y que su camisa desabrochada aleteara suelta a sus espaldas, de modo que sintió resbalar el aire sobre su pecho desnudo, soplando por los huecos de sus mangas como si fuera su acondicionador personal de aire. «Igual que los astronautas», pensó, representándose mentalmente cómo debían sentirse dentro de sus vestimentas espaciales con aire acondicionado.

Andar en bicicleta le hacía bien… aun con el calor. Aunque en realidad ninguna clase de calor podía molestar a Rolf. Estaba habituado a él. Lo mismo que el buen Shep, que parecía tan lanudo como cualquier otro ovejero inglés en cualquier parte del mundo, trotando junto a la bicicleta con la roja lengua afuera. Quien no estuviera bien informado creería que Shep estaba por derretirse. Pero Rolf sabía que el ovejero podía seguirle el tren así todo el día. Ambos eran nacidos y criados en Florida. Shep adivinaría que se encaminaban hacia el Refugio de Vida Natural, un sitio que le gustaba tanto como a Rolf.

La mayoría de las personas ni siquiera advertían que el Refugio existía. Lo único que les importaba, como al papá de Rolf, era la parte de Cabo Kennedy ocupada por el Centro Espacial. En realidad el Refugio medía casi 35 hectáreas. Era casi el noventa y nueve por ciento de toda la tierra que la Agencia Espacial poseía en el Cabo. El Centro de lanzamiento ocupaba el uno por ciento restante. El Refugio era un asilo para aves. Oficialmente había 224 especies distintas de aves que lo visitaban regularmente…, aunque Rolf en persona había verificado 284 especies el año anterior. Y estaban también los residentes permanentes: recios cerdos salvajes, serpientes, águilas de cabeza blanca y hasta caimanes. Un buen sitio adonde ir cuando en casa se llegaba al punto en que uno quería voltear la pared a puntapiés.

En ese preciso momento, sin embargo, ese deseo iba disminuyendo en él. Como de costumbre, la actividad de ir en bicicleta y la perspectiva de volver al Refugio estaban ejerciendo su influencia benéfica en su espíritu. Ahora que empezaba a sentirse mejor, Rolf admitió para sí que en realidad no eran cosas como no tener una bicicleta de diez velocidades las que lo fastidiaban. Era… no lograba decir qué era. A veces, cuando estaba lejos de su casa como entonces, resolvía no dejar que las cosas lo afectaran cuando retornase. Pero siempre lo afectaban. O al menos, desde que había empezado ese verano, siempre. Recordando las últimas semanas, Rolf arrugó de nuevo el entrecejo. Se suponía que las vacaciones de verano eran algo que uno ansiaba. Pero ese año nada parecía haber salido bien… desde que él resbalara del trampolín y se lastimara la pierna, hasta ese momento. Primero había sido ese accidente, luego el trastorno en la casa cuando nació su hermanita. Ahora «El lanzamiento»…

Ocupado en sus pensamientos, llegó a los lindes del Refugio casi antes de darse cuenta. Pero entonces, de pronto, el camino se internó entre extensiones de tierra despoblada y Rolf miró en derredor sintiéndose bien. Tal vez la mayoría de la gente no habría visto gran cosa digna de disfrutar. Había tan solo pequeños altozanos arenosos cubiertos de tosca hierba y malezas achaparradas, por todas partes, con uno que otro árbol más grande alzándose torcido hacia el cielo resplandeciente. Pero para Rolf era un lugar notable y fascinante, que bullía de vida vegetal, avícola y animal, todos los seres que eran particularmente sus amigos. De la puerca salvaje con sus cuatro lechones que en ese preciso momento trotaba a plena vista junto al camino por donde él iba, hasta un pelícano pardo que anidaba en una laguna secreta que Rolf conocía, situada lejos, en el monte —y que había perdido ya uno de sus tres huevos por la delgadez de la cáscara, debida al DDT—, todos eran individuos por quienes él se preocupaba.

La puerca condujo a su familia entre las matas, y un poco más adelante Rolf salió con su bicicleta de la carretera de hormigón para entrar en el camino de asfalto que conducía en dirección a la parte del Refugio llamada Playalinda. Después, un poco más adelante, abandonó totalmente el camino y se internó a topetazos por uno de los viejos senderos que cruzaban serpenteando el Vedado.

Oficialmente, nadie tenía que estar allí en ese momento. Por eso no había planeado ir ese día. Playalinda estaba oficialmente cerrada cuando había un cohete en la plataforma de lanzamiento de LC-39, como lo estaba en ese instante el cohete a Marte.

«Pero ¿a quién le importaba eso? Lo único que significaba el cierre de la playa era que no habría nadie más por allí. ¿Y quién quiere alguien más por allí?, —se preguntó Rolf—. Estar solo es bueno. Nadie aquí, salvo Shep y yo…».

«¿Shep?»

Rolf advirtió de pronto que Shep ya no trotaba junto a su bicicleta. Eso en sí no era tan raro, ya que a veces la senda era demasiado angosta e impedía que la bicicleta y el perro fueran juntos. Pero en ese caso Shep estaría detrás de él. Rolf miró atrás, entrecerrando los ojos para evitar el resplandor del sol…

Shep estaba detrás de él, claro. Pero mucho más atrás. El ovejero estaba sentado en el último recodo de la senda por donde habían pasado, unos cincuenta metros detrás de Rolf, contemplándolo con desaprobación. Rolf frenó la bicicleta y se detuvo. Apoyó los pies en el arenoso suelo y se volvió a medias.

—¡Vamos! —gritó—. ¡Shep, ven aquí!

Shep no se movió. Pero ladró…, lo cual complicaba la cuestión.

Shep se diferenciaba de otros perros en varios aspectos. Uno de ellos era su modo de ladrar. Para empezar, tenía una voz áspera, pero no se trataba solo de eso. Casi todos los perros, cuando ladran, parecen estar diciendo: «¡Oye, me alegro de verte!». «¡Cuidado!». «¡Te lo advierto!». «¡Retrocede!».

El ladrido de Shep se parecía más al de un anciano caballero airado diciéndole a alguien que cuidara sus modales. «Ya era hora de que llegaras», parecía decir Shep. O bien: «¡Basta ya de disparates!».

—¡Rarf! —dijo en ese momento Shep. Fue exactamente como si hubiera exclamado: «¡Vuelve aquí enseguida!».

—Shep —dijo Rolf con lentitud—. Hoy no estoy de humor para eso. ¿Me oyes?

—¡Gruof! —contestó Shep.

—¿Qué te pasa, al fin y al cabo?

—¡Rarf! ¡Rarf raruf!

—Escucha, voy a seguir esta senda te guste o no.

—¡Rruff!

—¡Pues entonces iré solo!

—¡Rarr!

—Como gustes —dijo Rolf dándose vuelta y poniendo la bicicleta otra vez en marcha.

—¡Sigue no más como gustes!

Y partió. Unos minutos y un par de curvas del camino más tarde captó de reojo un leve movimiento, y al bajar la vista vio a Shep andando de nuevo a su lado.

—Mrrp —masculló sombríamente Shep en lo hondo de su lanuda garganta. Pero siguió andando junto a la bicicleta. Rolf sintió una pequeña punzada de culpa.

—¿Acaso no hago a veces cosas que tú quieres hacer? —preguntó Rolf.

Shep callaba ahora. Seguía trotando con su negra nariz al aire. Rolf se encogió de hombros, dándose por vencido. La renuncia de Shep a seguir por el sendero causaba a Rolf más curiosidad aún por ver adónde conducía. Tenía que haber recorrido antes esa senda, ya que había vagabundeado por todas las sendas de la zona de Playalinda en una u otra ocasión. Pero en ese preciso momento no podía recordar cuándo, o adónde conducía esa senda en particular.

Subían una pequeña elevación hacia una cima arenosa. Más allá de la cima no se veía nada, salvo el caliente cielo azul. Bajo las movedizas piernas de Rolf, la bicicleta subió a la cresta y luego se inclinó en una empinada cuesta para iniciar un largo descenso.

«¡Nunca vi antes este lugar!», pensó Rolf.

Y cuando la bicicleta bajaba, Shep se estiró hacia arriba, cerró firmemente los dientes sobre el raído borde de los vaqueros recortados sobre la rodilla de Rolf, y hundió sólidamente en el suelo las cuatro patas, aplicando los frenos.

Era la pierna débil de Rolf, la que se había lastimado en la piscina. La bicicleta patinó violentamente de través, saliéndose de la senda, y empezó a caerse. Aun así no debía haber caído del todo, ya que Rolf era un ciclista experimentado. Sacó la pierna para sostener la bicicleta y detener la caída.

Pero su pie resbaló en el suelo arenoso, la pierna se le dobló, la bicicleta cayó y Rolf cayó rodando por el resto de la cuesta hasta el fondo de la depresión.

—¡Shep! —gritó… o trató de gritar. Cosa extraña, la voz le salió como un chillidito.

Furioso, Rolf intentó sentarse, pero no lo consiguió ni siquiera a medias. A su alrededor, la depresión parecía llenarse de una bruma blanca perlada. Le era imposible ver nada a un brazo de distancia. La cabeza le zumbaba con un violento mareo que le daba la sensación de estar girando locamente.

Rolf se desplomó de nuevo en la arena y todo se oscureció.