XXV

GILGAMESH, HÉROE SUMERIO

EL PRIMER CASO DE PLAGIO LITERARIO

Ya hemos mencionado, en el capítulo XXII, el nombre de George Smith, a propósito del Diluvio. Este nombre va ligado a un problema general, que es oportuno abordar en el momento actual de nuestro estudio. Enseguida podremos percatarnos de su importancia.

Hemos indicado varias veces que los documentos sumerios a que nos referimos no habían sido descifrados más que después de haberse descubierto otras piezas, análogas a ellas por su tenor, y datando, sin embargo, de un período más tardío. Ello es lo que sucede, por ejemplo, con ese texto dedicado al Diluvio, y con muchos otros analizados en los capítulos precedentes y relativos al héroe sumerio Gilgamesh. Cuando George Smith, el día 3 de diciembre de 1862, anunció, en ocasión de una memorable sesión de la entonces joven Sociedad Inglesa de Arqueología Bíblica, el descubrimiento de un relato babilónico del Diluvio comparable al de la Biblia, su comunicación hizo sensación en los medios científicos. Pero no fue poca su sorpresa cuando él mismo pudo constatar que este texto sólo representaba una exigua porción (la tablilla XI) de un vasto conjunto de doce cantos conservado en la Biblioteca de Asurbanipal, rey asirio del siglo VII a. de J. C. La muerte interrumpió precozmente las investigaciones del joven erudito; pero otros eruditos prosiguieron con ellas después de su muerte, y poco a poco se fueron descubriendo un gran número de tablillas nuevas pertenecientes al mismo ciclo, cuyos textos reunidos se conocen actualmente con el nombre de Epopeya de Gilgamesh.

Esta obra, la más extensa que jamás se haya descubierto en Mesopotamia, es, por lo tanto, babilónica y, por consiguiente, postsumeria. Pero si los primeros y más copiosos documentos que fueron descubiertos y que ya señaló George Smith provenían, aproximadamente, del siglo VII anterior a nuestra era, o sea del período llamado asirio, más tarde se descubrieron nuevos documentos de la misma índole que se remontaban a la alta época babilónica, es decir, a los siglos XVIII y XVII anteriores a nuestra era. Además, se han encontrado en Asia Menor varias tablillas con traducciones de diversas partes del poema en hurrita y hasta en hitita, lengua indoeuropea ésta. Era, pues, evidente que el texto babilónico de la epopeya había sido traducido y adaptado con más o menos fortuna ya desde épocas remotísimas en todas partes dentro de los límites del Oriente Medio.

¿Habría, pues, una estrecha relación entre los poemas dispersos, descubiertos en Sumer, referentes a tal o cual aventura de Gilgamesh, y la obra, mucho más extensa, pero también mucho más reciente de los escribas babilónicos? Éste es el problema que yo quisiera examinar en el presente capítulo.

Para poder resolverlo es indispensable analizar comparativamente los textos babilónicos con los sumerios. Ello nos llevará a insistir en este nuevo punto de vista: de que ciertos poemas estudiados anteriormente fuesen o no fuesen verdaderas creaciones sumerias. Pero vamos a empezar por la epopeya babilónica porque vale la pena de entretenerse algo con ella.

Su éxito, tanto en nuestros días como en la antigüedad, se explica, en efecto, por sus cualidades excepcionales, por su interés humano, por su fuerza dramática, características que le arrogan sin disputa la categoría de ser la más bella de todas las obras literarias babilónicas. La mayoría de las demás obras literarias ponen en escena unos dioses que son más abstracciones que verdaderas personalidades, más conceptos personificados que fuerzas espirituales profundas. Y hasta cuando los mortales parecen representar en ellas un papel principal, se quedan con cierta cosa de «mecánico» y de impersonal, que quita a la acción su carácter dramático. Son personajes sin vida y sin relieve, marionetas, en fin, que no sirven para nada más que para concretar los elementos de unos mitos muy estilizados.

Todo lo contrario de lo que es la Epopeya de Gilgamesh. En ésta, el héroe es un hombre real, que ama y odia, que llora y se alegra, que combate y se desmoraliza, que tiene grandes esperanzas, para caer luego en la desesperación. Es muy cierto que también salen dioses en este poema, y hasta puede decirse que el mismo Gilgamesh, a juzgar por el lenguaje y los temas mitológicos que le rodean, es «los dos tercios de un dios», al mismo tiempo que un hombre; pero es el hombre Gilgamesh, es Gilgamesh, en tanto que hombre, el que domina la acción del poema. Los dioses y sus actividades constituyen sólo el fondo de la escena, el marco donde se encuadra el drama del héroe. Y es precisamente lo que hay de humano en estas escenas lo que les confiere un significado duradero y un alcance universal. Las tendencias y los problemas que allí surgen a la luz del día son comunes a los hombres de todos los países y de todos los tiempos: la necesidad de la amistad, el sentido de la fidelidad, la voluntad de fama y gloria, el amor a la aventura y a las altas empresas, la angustia de la muerte, principalmente, que domina los demás temas con el irresistible anhelo de la inmortalidad. Estas diversas tendencias, que se disputan incesantemente el espíritu y el corazón de los hombres, se reflejan en la Epopeya de Gilgamesh, y le confieren un valor dramático que trasciende los límites del tiempo y del espacio. Nada tiene de sorprendente que este poema haya ejercido sobre las diversas literaturas épicas de la antigüedad una influencia considerable. Incluso hoy en día no se puede leer sin que uno se conmueva por sus acentos profundamente humanos y por la poderosa fuerza de tragedia elemental que en él se representa.

Desgraciadamente, no poseemos el texto completo de la Epopeya de Gilgamesh[83]. De los 3500 versos aproximadamente que la componían, la mitad solamente ha llegado hasta nosotros. El resumen que doy a continuación, sacado de lo que subsiste de las once primeras tablillas, es, de todos modos, lo bastante sugestivo. Se verá, por otra parte, que este texto ofrece fructíferos puntos de comparación con los textos sumerios.

La epopeya se inicia por una breve introducción que hace el elogio de Gilgamesh y de su ciudad, Uruk. Nos enteramos enseguida de que Gilgamesh, rey de esta ciudad, es un personaje inquieto, indomable, quisquilloso, que no tolera a ningún rival y oprime a sus súbditos. Tiene un apetito sexual verdaderamente rabelaisiano, y para satisfacerlo precisamente es por lo que se muestra más tiránico. Los habitantes de Uruk acaban por quejarse a los dioses y estos últimos entonces se dan cuenta de que Gilgamesh se está portando como un verdadero tirano y gobernando muy mal a sus súbditos porque todavía no ha encontrado quien le mande en este mundo. En consecuencia, los dioses envían a la tierra a la gran diosa-madre Aruru, para que ponga fin a esta situación. Aruru modela con arcilla el cuerpo de Enkidu, que es una especie de bruto cubierto de vello y provisto de una larga cabellera. Este ser primitivo ignora todo lo que sea civilización y vive desnudo en medio de las fieras que rondan por la llanura. Tiene más de animal que de hombre; y, sin embargo, es él el que está destinado a domar el carácter arrogante de Gilgamesh y, además, a disciplinar su espíritu. Pero es preciso, ante todo, que Enkidu se «humanice». Una cortesana de Uruk se encarga de su educación; despierta el instinto sexual de Enkidu y lo satisface. Entonces su carácter se transforma; Enkidu pierde su aspecto de bruto y se desarrolla su espíritu. Se le aclara la inteligencia, y las fieras y animales salvajes ya no le reconocen por uno de los suyos. Pacientemente, la cortesana le enseña a comer, a beber y a vestirse como una persona civilizada.

Cuando ya se ha convertido en un hombre hecho y derecho, Enkidu ya puede presentarse ante Gilgamesh para frenarle la arrogancia y los apetitos tiránicos. Gilgamesh ya ha sido advertido en sueños del advenimiento de Enkidu. Impaciente para probarle que nadie tiene talla suficiente para poder considerarse su rival, Gilgamesh organiza una orgía nocturna e invita a Enkidu a tomar parte en ella. Pero Enkidu, escandalizado por el libertinaje de Gilgamesh, quiere impedirle la entrada en la casa donde esta fiesta indecente debe tener lugar. Éste es el pretexto que Gilgamesh esperaba; los dos titanes, el ciudadano astuto y el hombre inocente de la llanura, llegan a las manos. Enkidu parece que al principio lleva las de ganar, pero, bruscamente, sin que sepamos por qué, la ira de Gilgamesh se desvanece, y a pesar de que acaban de batirse encarnizadamente, los dos adversarios se abrazan y hacen las paces. Este combate es el punto de partida de una larga e inalterable amistad que llegará a ser legendaria. Los nuevos amigos, desde ahora inseparables, llevarán a cabo juntos toda suerte de hazañas heroicas.

No obstante, Enkidu no se siente dichoso en Uruk. La vida de placeres y molicie que allí está llevando le debilita. Gilgamesh le confía entonces que él tiene la intención de dirigirse al lejano País de los Cedros para matar a su temible guardián, Huwawa, y «purgar este país de todo lo que está mal». Pero Enkidu, que podía recorrer a su albedrío el Bosque de los Cedros en aquellos tiempos en que era como un animal salvaje, y que, por lo tanto, conoce el asunto a fondo, advierte a su amigo del riesgo que corre de perecer en la aventura. Gilgamesh encuentra ridículos los temores de Enkidu. Él desea adquirir gloria perenne, quiere «hacerse un nombre», y no tener que vivir una vida que podría ser larga, pero en la que el heroísmo no ocuparía ningún lugar. Consulta con los ancianos de la ciudad respecto a su propósito, y se propicia a Shamash, el dios del sol[84], patrón de los viajeros. Después hace fraguar por los artesanos de Uruk, con destino a él mismo y a Enkidu, unas armas que parecen hechas para que las manejen unos gigantes. Una vez terminados estos preparativos, los dos amigos parten para la expedición. Al cabo de un largo y agotador viaje, llegan a la maravillosa Selva de los Cedros; a continuación matan a Huwawa y abaten los árboles.

Pero la aventura engendra la aventura. Apenas están de regreso a Uruk, que la diosa del amor y la lujuria, Ishtar[85], se enamora del hermoso Gilgamesh. Con objeto de seducirlo, hace reflejar a sus ojos el señuelo de unos favores extraordinarios. Pero Gilgamesh ya no es el tirano indomable de antes. Sabe perfectamente que la diosa ha tenido numerosos amantes y que ella es, por naturaleza, infiel. En consecuencia, Gilgamesh se burla de las proposiciones que le hace la diosa y las rechaza con desprecio olímpico. Decepcionada y cruelmente ofendida, Ishtar pide al dios del cielo, Anu, que envíe el «Toro celeste» a Uruk, para matar a Gilgamesh y destruir la ciudad. Anu, al principio, se niega, pero Ishtar le amenaza con hacer salir los Muertos de los Infiernos, y, ante la tremenda amenaza, el dios cede. El Toro celeste desciende a la Tierra, devasta la ciudad de Uruk y hace una horrorosa matanza de guerreros, a centenares. Pero Gilgamesh y Enkidu atacan al monstruo y, aunando sus esfuerzos, consiguen darle muerte después de un furioso combate.

He aquí, pues, a nuestros dos héroes en la cumbre de la gloria; la ciudad de Uruk resuena con los cánticos de sus hazañas. Pero una fatalidad inexorable pone fin cruelmente a su dicha. Como que Enkidu ha tomado parte activa en el asesinato de Huwawa y en la muerte del Toro celeste, los dioses le condenan a morir en breve plazo, y, efectivamente, al término de una enfermedad de doce días de duración, Enkidu lanza el postrer suspiro bajo los ojos de su amigo Gilgamesh, anonadado por el sentimiento de su impotencia y por la triste ineluctabilidad del lance. Una idea doblemente amarga obsesionará de entonces en adelante su espíritu angustiado: Enkidu ha muerto, y él también acabará del mismo modo. La gloria que han merecido sus denodadas hazañas no es, para él, más que un pobre consuelo. Y he aquí que el atormentado héroe desea, con todas sus fuerzas, conseguir una inmortalidad más tangible, la del cuerpo. Es preciso que busque y que encuentre el secreto de la vida eterna.

Sabe que, en tiempo pasado, un solo hombre ha logrado convertirse en inmortal: Utanapishtim, el sabio y piadoso monarca de la antigua Shuruppak, una de las cinco ciudades reales fundadas antes del Diluvio[86]. Por consiguiente, Gilgamesh decide encaminarse, sea como sea, al lugar donde vive Utanapishtim, al otro extremo del mundo; este héroe inmortalizado le revelará, tal vez, el precioso secreto de la vida eterna. Traspasa montañas, atraviesa llanuras; el viaje es largo y difícil, y Gilgamesh pasa por la prueba del hambre. Debe luchar sin cesar con los animales que le atacan. Finalmente, atraviesa el Mar Primordial, las «Aguas de Muerte». El altivo monarca de Uruk ya no es más que un pobre pelele descarnado y miserable cuando llega en presencia de Utanapishtim; tiene largas e hirsutas barba y cabellera, y su cuerpo sucio y pringoso va cubierto de pieles de animales.

Gilgamesh suplica a Utanapishtim que le enseñe el secreto de la vida eterna. Pero la conversación que entabla con él el anciano rey de Shuruppak es francamente decepcionante. Utanapishtim le refiere prolijamente la historia del espantoso Diluvio que los dioses provocaron antaño en la tierra para exterminar a todo bicho viviente y le confiesa que él mismo habría perecido de no haber podido cobijarse en un gran navío que el dios de la sabiduría, Ea, le había aconsejado que construyera. En cuanto a la vida eterna, añade Utanapishtim, no era más que un regalo que los dioses quisieron hacerle; pero ¿qué dios puede tener interés en regalar la inmortalidad a Gilgamesh? Al oír estas palabras, nuestro héroe comprende que su mal no tiene remedio y se resigna a regresar a Uruk con las manos vacías. Pero he aquí que aparece un resplandor de esperanza: a instancias de su esposa, Utanapishtim indica a Gilgamesh el lugar donde se podrá procurar la planta de la juventud eterna, la cual crece en el fondo del mar. Gilgamesh, ni corto ni perezoso, se zambulle en el agua, consigue coger la planta y emprende, gozoso, el regreso a Uruk. Pero los dioses tenían otros designios. Mientras Gilgamesh se baña en un manantial que ha visto en el camino, surge una serpiente y le arrebata la preciosa planta. Cansado y amargamente desilusionado, el héroe regresa a Uruk, buscando el consuelo en la contemplación de las poderosas murallas que rodean la ciudad.

Tal es, en resumen, el argumento del texto conservado en las once primeras tablillas de la epopeya babilónica de Gilgamesh. Al final de este capítulo hablaremos de la que suele denominarse tablilla XII, aunque no forme parte del poema.

¿Cuándo fue compuesta esta obra? He dicho al principio de estas páginas que se habían encontrado en diversas tablillas unos pasajes de una versión más antigua, de los siglos XVII y XVIII a. de J. C. Una comparación entre el texto de esta versión en babilonio antiguo y la de la versión asiria que poseemos, confirma que el poema, bajo la forma en que lo conocemos, ya estaba muy extendido en la primera mitad del segundo milenio a. de J. C. Resuelta esta cuestión, vamos a ver cómo se puede abordar el problema, siempre delicado, siempre importante también para el sumerólogo, de los orígenes de la Epopeya de Gilgamesh. En realidad, basta examinar superficialmente el texto para darse cuenta de que esta obra babilónica (es decir, redactada por semitas y en una lengua semítica) revela en diversas partes su origen sumerio y no semita, y ello a despecho de la antigüedad de la versión babilónica. Los nombres de los protagonistas, Gilgamesh y Enkidu, son, efectivamente, con grandes probabilidades, nombres sumerios. Los padres de Gilgamesh, Lugalbanda y Ninsun, tienen igualmente nombres sumerios. La diosa Aruru, que modeló el cuerpo de Enkidu, es la importantísima diosa-madre de Sumer, más conocida por los nombres de Ninmah, Ninhursag y Nintu (v. cap. XIII). Al Anu de los babilonios, que creó el Toro celeste para la vengativa Ishtar, corresponde el dios An de Sumer. Finalmente, es el dios sumerio Enlil quien decide hacer morir a Enkidu. Y, en el episodio del Diluvio, son los dioses sumerios los que representan los principales papeles.

Pero estas comprobaciones y la simple lógica no es lo único que nos lleva a sacar en conclusión el origen sumerio de ciertos pasajes de la Epopeya de Gilgamesh. Conocemos, como ya se ha dicho, las versiones sumerias de diversos episodios que relata este poema. Entre 1911 y 1935, se publicaron, por diversas firmas, 26 tablillas o fragmentos de tablillas en los que había inscritos textos sumerios referentes a Gilgamesh. Los eruditos que publicaron estos textos fueron: Radau, Zimmern, Poebel, Langdon, Chiera, De Genouillac, Gadd y Fish. Edward Chiera, él solo, había descubierto catorce. Desde 1935 yo mismo he identificado más de sesenta nuevos textos de esta categoría.

Así, pues, en la hora actual disponemos de un conjunto relativamente importante de poemas sumerios dedicados a Gilgamesh. Comparando su contenido con el de la Epopeya babilónica, podremos saber de qué modo y en qué medida los autores del poema babilónico utilizaron las fuentes sumerias. No obstante, el problema de los orígenes sumerios de esta obra no es tan sencillo como pueda parecer a primera vista. El problema tiene sus aspectos complejos, que hay que abordar con precisión, porque su desconocimiento podría conducirnos a una falsa solución. Por eso enunciaremos netamente de nuevo este problema, planteando las tres cuestiones siguientes:

1.° La Epopeya de Gilgamesh ¿corresponde en su conjunto a un origen sumerio? Es decir: ¿puede esperarse que un día se descubra una obra sumeria la cual, aun difiriendo bastante del poema babilónico, tanto por la forma como por el contenido, tenga con él tales analogías que estaría justificado considerarla como el modelo a partir del cual se compuso el poema babilónico?

2 ° Si los textos de que disponemos demuestran que la Epopeya babilónica, en su conjunto, no ha sido inspirada por un original sumerio, sino que únicamente algunos de sus episodios son los que tienen origen sumerio, ¿sería posible identificar estos últimos con toda certeza?

3.° Por lo que hace referencia a los episodios de la Epopeya de Gilgamesh, a los que no se les conoce todavía antecedentes sumerios, ¿podría suponerse que fueran de origen semítico, o hemos de creer que también ellos son de origen sumerio?

Planteadas estas cuestiones, podemos entregarnos, con perfecto conocimiento de causa, al estudio comparativo de la obra babilónica y de los poemas sumerios. Hasta el momento se han podido reconstruir en parte seis de ellos, que son:

Gilgamesh y el País de los Vivos

Gilgamesh y el Toro celeste

El Diluvio

La muerte de Gilgamesh

Gilgamesh y Agga de Kish

Gilgamesh, Enkidu y los Infiernos.

No obstante, no hay que olvidar que los textos de casi todos estos poemas son fragmentarios; añadamos también que su traducción plantea arduos problemas y a menudo no deja de ser incierta, aun en aquellos pasajes que no tienen lagunas. Sin embargo, tal como están ya proporcionan datos suficientes para permitir que se pueda responder con exactitud a la primera y a la segunda de nuestras preguntas. Y, aunque sea imposible resolver la tercera de una manera igualmente probante, podemos llegar, en lo concerniente al problema que nos ocupa, a conclusiones relativamente seguras.

Pero no anticipemos. Examinemos ante todo el contenido de los seis poemas que acabo de mencionar:

1. Ya he resumido el poema Gilgamesh y el País de los Vivos en el capítulo XXIV. Es la contrapartida manifiesta del episodio del Bosque de los Cedros que se relata en la Epopeya de Gilgamesh. No obstante, si se comparan más de cerca las dos versiones, se puede percibir que no tienen en común más que el esquema de la historia que relatan. Tanto en la una como en la otra, Gilgamesh decide ir al Bosque de Cedros llevándose consigo a Enkidu; pide y obtiene la protección del dios del sol; los dos compañeros llegan al bosque; cortan un cedro; dan muerte a Huwawa. Pero las dos versiones difieren mucho en los detalles, en el planeamiento de la acción y en su peculiar acento. En el poema sumerio, por ejemplo, a Gilgamesh le acompañan, no solamente Enkidu, sino un grupo de cincuenta habitantes de Uruk, mientras que en la versión babilónica sólo le acompaña Enkidu. Por otra parte, el poema sumerio no habla para nada del «consejo de los ancianos», el cual representa un papel importantísimo en la versión semítica.

2. Del poema sumerio Gilgamesh y el Toro celeste, todavía inédito, no subsisten más que fragmentos. El texto, en su estado actual, contiene, después de una laguna de veinte líneas, un discurso dirigido a Gilgamesh por la diosa Inanna (la Ishtar de los babilonios); Inanna la habla de los regalos que ella está dispuesta a hacerle y de los favores que ha decidido concederle. Podemos fácilmente suponer que, en las líneas que faltan, Inanna ofrecía su amor a Gilgamesh. Después del discurso de la diosa hay una segunda laguna; en este pasaje, el héroe probablemente rechazaba las proposiciones de Inanna. Cuando el poema reanuda su curso, nos encontramos con Inanna en presencia de An, el dios del cielo, pidiéndole que ponga a su disposición el Toro celeste. An, al principio, se lo niega, pero Inanna le amenaza con hacer intervenir a todos los grandes dioses del universo. Asustado, An cede a su demanda, e incontinenti Inanna suelta el Toro celeste contra Uruk y devasta la ciudad. Se leen más adelante las palabras que Enkidu dirige a Gilgamesh, y a continuación, el texto de que disponemos se hace ininteligible. Ignoramos completamente el final del poema, que, sin duda, relataba el combate victorioso de Gilgamesh contra el Toro.

Si comparamos este poema sumerio con el pasaje de la Epopeya de Gilgamesh que le corresponde, veremos que las grandes líneas del relato son indiscutiblemente las mismas tanto en uno como en otro poema. En los dos poemas, Inanna o Ishtar, ofrece su amor a Gilgamesh e intenta seducirle por medio de regalos; Gilgamesh rechaza sus proposiciones; An o Anu consiente de mal grado a enviar el Toro celeste a Uruk; el monstruo devasta la ciudad y a continuación lo matan. Pero las dos versiones difieren profundamente en los detalles. Los regalos que Inanna quiere hacer a Gilgamesh para seducirlo no son los mismos en uno y otro poema. El discurso en el que Gilgamesh rechaza las proposiciones de la diosa se compone de cincuenta y seis líneas en la epopeya semítica, y está henchido de alusiones eruditas a la mitología y a los proverbios babilónicos; en el poema sumerio el mismo discurso es mucho más corto. Finalmente, las conversaciones entre Inanna o Ishtar y An o Anu son muy distintas en las dos versiones. Es, por lo tanto, casi seguro que los detalles del final del poema sumerio, tal como figuran, sin duda, en otros textos todavía desconocidos, no pueden tener más que unos poquísimos puntos en común con los que encontramos en el poema babilónico.

3. En el capítulo XXII ya he analizado otro poema sumerio, El Diluvio, y allí mismo he dado la traducción del pasaje en que se relata el episodio al que debe el título. Ahora bien, la historia del Diluvio constituye la mayor parte de la tablilla XI de la Epopeya de Gilgamesh. Estudiándola podemos hacernos una idea de algunos de los procedimientos que empleaban los poetas babilónicos cuando se entregaban a plagios literarios.

El episodio sumerio del Diluvio forma parte de un poema cuyo tema principal era la inmortalización de Ziusudra. Pero los autores babilonios supieron utilizar hábilmente este argumento mitológico para sus propios fines. Así, en el momento en que, en la Epopeya, Gilgamesh, extenuado, llega ante Utanapishtim (el equivalente babilónico de Ziusudra) y pretende obtener de él el secreto de la vida eterna, nuestros autores, en lugar de poner en boca del rey inmortalizado una respuesta breve y precisa, aprovecharon la ocasión que se les ofrecía para exponer, a su manera, el mito del Diluvio. Y como que la primera parte del poema sumerio (la que trata de la Creación[87]) no les era, en semejante ocasión, de ninguna utilidad, la dejaron tranquilamente de lado y no retuvieron más que el episodio del Diluvio, cuyo tema les interesaba. Pero al hacer de Utanapishtim (por otro nombre Ziusudra) el narrador, y al presentar su relato en primera persona y no en tercera, han dado otra forma al poema sumerio, donde el narrador era un poeta anónimo.

Además, ciertos detalles son diferentes. En el poema sumerio, Ziusudra es un rey piadoso y modesto, temeroso de los dioses; pero los autores babilonios nada dicen a este respecto de su Utanapishtim. Por otra parte, su poema da muchas más precisiones sobre la construcción del navío, así como sobre la naturaleza del Diluvio y las destrucciones causadas por dicho cataclismo. Otra diferencia: mientras que, según el poema sumerio, el Diluvio había durado siete días con sus correspondientes noches, según la versión babilónica sólo habría durado seis. Finalmente, mientras que, en esta última, Utanapishtim suelta unos pájaros para saber si las aguas del Diluvio han bajado, nada parecido leemos en el mito sumerio.

4. Pasemos ahora al poema sumerio, provisionalmente titulado La Muerte de Gilgamesh[88]. En los breves pasajes que de él se han conservado, no podemos leer más que lo siguiente: Gilgamesh parece proseguir en su busca de la inmortalidad; pero se entera de que el hombre no puede adquirir una vida eterna; por su parte él ha logrado el poder real y la grandeza, y le ha sido otorgado el don de poder hacer pruebas de heroísmo en el combate; ése es el destino que le corresponde y no la inmortalidad. Aunque el texto de este poema sea, repito, muy incompleto, es fácil comprobar que en él se halla el origen incontestable de diversos pasajes de las tablillas IX, X y XI de la Epopeya de Gilgamesh. Estas tabletas evocan, por su parte, el parlamento que hace el héroe en defensa de la inmortalidad, así como la tesis contraria, o sea, que la muerte es el destino ineluctable deparado a los humanos. Pero lo curioso es que el poema babilónico no reproduce la descripción sumeria de Gilgamesh.

5. Ningún pasaje de la Epopeya de Gilgamesh corresponde al mito sumerio titulado Gilgamesh y Agga de Kish.

A decir verdad, nosotros ya conocemos aquél, cuyo interés tanto histórico como político nos es precioso. He hablado ya de él en el capítulo V y no tengo ningún motivo para volver a insistir sobre el mismo asunto.

6. En cuanto al último poema, Gilgamesh, Enkidu y Los Infiernos, me reservo el derecho de demostrar, al final del presente capítulo, los plagios que de él hicieron los escribas de Babilonia.

He aquí, pues, terminado este análisis comparativo de los poemas sumerios al que debemos recurrir para poder responder a las cuestiones planteadas. ¿Cuáles son las respuestas?

1.° ¿Existe una versión original sumeria del conjunto de la Epopeya de Gilgamesh? Decididamente, no. Los poemas sumerios son de muy diversa extensión y se componen de narraciones distintas, sin que tengan relación unos con otros. Los babilonios han demostrado ser unos innovadores al modificar los diversos episodios que plagiaron de los sumerios, y al relacionarlos entre sí de manera que formen un todo coherente; en este sentido, la Epopeya de Gilgamesh es, claramente, su obra.

2.° ¿Estamos en condiciones de poder identificar los episodios de la Epopeya que son de origen sumerio? Sí, hasta cierto punto. Conocemos los modelos sumerios del episodio del Bosque de Cedros (tablillas III-V del poema babilónico), del Toro celeste (tablilla VI), de diversos pasajes de la «Busca de la Inmortalidad» (tablillas IX, X y XI), así como de la narración del «Diluvio» (tablilla XI). No obstante, las versiones babilónicas de estos episodios no son imitaciones serviles de las versiones sumerias que las inspiraron; no se les parecen más que a grandes rasgos.

3.° Pero ¿cuáles son las partes de la Epopeya de Gilgamesh de las que no conocemos orígenes sumerios? Son éstas: el trozo preliminar que sirve de introducción; los pasajes que relatan los acontecimientos a consecuencia de los cuales Gilgamesh y Enkidu se hicieron amigos (tablillas I y II); el que relata la muerte y exequias de Enkidu (tablillas VII y VIII). Estas partes del poema, ¿son de origen babilónico o también ellas derivan de fuentes sumerias? A estas cuestiones sólo puede responderse con hipótesis. No obstante, si examinamos el poema babilónico a la luz de los textos míticos o épicos de Sumer que han llegado hasta nosotros, parece que podremos entresacar diversas conclusiones muy interesantes, aunque necesariamente provisionales.

Consideremos, en primer lugar, el pasaje correspondiente a la introducción de la Epopeya babilónica: el poeta comienza por presentar al héroe como un viajero omnisciente y clarividente; él es quien ha edificado las murallas de Uruk. Después, la narración prosigue con una poética descripción de estas murallas, la cual tiene más bien el carácter de un discurso retórico dirigido directamente al lector. Ahora bien, resulta que en ninguno de los poemas sumerios que conocemos encontramos en ninguna parte fragmento alguno redactado en el mismo estilo. Es, por lo tanto, muy posible que la introducción de la Epopeya de Gilgamesh sea una auténtica creación del poeta babilonio.

El relato de los acontecimientos a consecuencia de los cuales Gilgamesh y Enkidu se hicieron amigos, relato que sigue inmediatamente a la introduccción y que constituye la mayor parte de las tablillas I y II, se compone de los episodios siguientes: la tiranía ejercida por Gilgamesh; la creación de Enkidu; la caída de Enkidu; los sueños de Gilgamesh; la «humanización» de Enkidu; el combate entre Gilgamesh y Enkidu. Estos acontecimientos se suceden en una progresión muy bien construida, de la cual el pacto de amistad entre los dos héroes marca el punto en que cristaliza el resultado lógico. Siguiendo siempre dentro del mismo espíritu, el poeta ha utilizado, a continuación, el tema de la amistad para traer a colación el episodio del viaje. Todo esto es muy diferente de lo que leemos en el pasaje correspondiente de Gilgamesh, Enkidu y los Infiernos. Tenemos, pues, derecho a suponer que no descubriremos nunca ningún relato sumerio en el que se narren los acontecimientos tal como están expuestos en la Epopeya babilónica. No obstante, no me extrañaría que algún día se encontrasen los orígenes sumerios de tal o cual pasaje de dicha Epopeya, relativos a tal o cual suceso particular. En todo caso, los temas mitológicos que aparecen en los episodios que tratan de la creación de Enkidu, de los sueños de Gilgamesh y del combate entre los dos héroes, reflejan ciertamente la influencia sumeria. Por el contrario, seremos más prudentes en nuestras afirmaciones en lo que hace referencia a la «caída» y a la «humanización» de Enkidu. Y por otra parte la idea según la cual la sabiduría es el fruto de la experiencia sexual, ¿seria de origen semítico o sumerio? De momento no nos hallamos en condiciones de poder responder a esta interesante cuestión.

Por el contrario, es bastante improbable que el relato de la muerte de Enkidu y sus exequias pueda ser de origen babilónico. En efecto, según el autor sumerio de Gilgamesh, Enkidu y los Infiernos, Enkidu no murió como suelen morir los hombres, sino que fue capturado por el demonio Kur, por haber violado a sabiendas los tabues del universo infernal. Este incidente de la muerte de Enkidu sirve a los autores babilónicos para intercalar el episodio de la Busca de la Inmortalidad, punto culminante de su poema.

Resumiendo, pues, diremos que muchos episodios de la Epopeya babilónica han sido plagiados de poemas sumerios dedicados al héroe Gilgamesh. Incluso en aquellos pasajes de los que no conocemos modelos sumerios, algunos temas particulares reflejan también la influencia de la poesía mítica o épica de Sumer. Sin embargo, como ya hemos visto, los poetas babilónicos no se han limitado a copiar servilmente estos poemas, sino que han modificado su contenido y su forma, según el temperamento y las tradiciones propias de cada cual, hasta tal punto que en su obra solo se reconoce el esqueleto de los originales sumerios. En cuanto a la acción, a esta progresión poderosa y fatal que en la Epopeya conduce al héroe aventurero y atormentado hasta la ineluctable decepción final, no hay duda de que es una creación de los babilonios. Hay que reconocer, pues, en toda justicia que, a pesar de haber evidentemente recurrido a fuentes sumerias, la Epopeya de Gilgamesh es una obra semítica.

Pero esto sólo es verdad de las once primeras tablillas del poema, ya que la tableta XII la última, no es otra cosa sino una traducción textual en lengua accadia o, si se quiere, babilónica y semítica de la segunda mitad de un poema sumerio. Los escribas babilónicos la unieron a las tablillas precedentes sin preocuparse del sentido ni de la unidad de la Epopeya.

Se había sospechado desde hacía algún tiempo que esta tablilla XII no representaba más que una especie de apéndice a las once primeras que forman un conjunto unido, pero no se tuvo la prueba de ello hasta que el texto del poema sumerio Gilgamesh, Enkidu y los Infiernos hubo quedado definitivamente establecido y traducido. No obstante, C. J. Gadd, antiguo conservador de las Antigüedades Orientales en el Museo Británico, quien había publicado en 1930 una tablilla de Ur en la que figuraba una parte de este poema, había comprobado, ya desde esta época, una estrecha correlación entre su contenido y el de la tablilla XII de la epopeya semítica.

El texto de Gilgamesh, Enkidu y los Infiernos no ha sido todavía publicado íntegramente[89]. Empieza por un prólogo de veintisiete líneas cuyo contenido nada tiene que ver con lo que sigue; las tres primeras líneas, como ya hemos visto en el capítulo XIII, nos proporcionan detalles precisos muy importantes sobre la idea que se hacían los sumerios de la Creación y del Universo, mientras que las otras catorce describen el combate librado al monstruo Kur por el dios Enki (ver el capítulo XXIV). A continuación viene el relato propiamente dicho:

Un pequeño árbol-huluppu (se trata quizás de una especie de sauce) crecía a orillas del Eufrates, que lo nutría con sus aguas. Un día, el viento del sur lo atacó bárbaramente y el río sumergió al arbolillo. Inanna, la diosa, que pasaba por allí, lo tomó de la mano y se lo llevó a su ciudad de Uruk, lo plantó en su jardín sagrado y lo cuidó tan bien como pudo, porque ella tenía la intención, para cuando el árbol hubiese crecido lo suficiente, de sacar de su madera un sillón y una cama.

Pasaron los años, y el árbol se desarrolló y llegó a ser muy grande, pero cuando Inanna quiso derribarlo se encontró con una seria dificultad: la serpiente que «no tiene el menor encanto» había hecho su nido al pie del árbol, el Pájaro-lmdugud había instalado sus pequeñuelos en lo alto de la copa y Lilith[90] había construido su morada en las ramas. Viendo todo esto, la joven diosa, a quien nada solía alterar su alegría, se puso a derramar amargas lágrimas.

Al día siguiente, cuando el dios del sol Utu, que era su hermano, salió de su cámara al despuntar el alba, ella le explicó llorando lo que le había ocurrido al árbol-huluppu. Mientras tanto, Gilgamesh, habiéndose percatado seguramente de sus cuitas, vino en su auxilio a usanza caballeresca; se vistió con su «armadura», que pesaba cincuenta minas[91]; y con su hacha, que pesaba siete talentos y siete minas[92], mató la Serpiente. Espantado, el Pájaro-lmdugud salió volando como una flecha con sus polluelos hacia la montaña; en cuanto a Lilith, huyó al desierto sin pedir explicaciones. Entonces, ayudado por los hombres de Uruk que le habían acompañado, Gilgamesh taló el árbol y se lo dio a Inanna para que de su madera pudiera sacar un sillón y una cama, como era su intención.

Pero hay que suponer que la diosa había cambiado de idea, porque se sirvió del trono del árbol para fabricarse un pukku (seguramente sería una especie de tambor) y, con una de las ramas, se hizo un mikku (un palillo de tambor). Siguen doce líneas en las que se nos explica lo que hizo Gilgamesh en Uruk con el pukku y el mikku en cuestión. Aunque el texto de este pasaje esté intacto, su significado se nos escapa completamente. En él se hace probablemente alusión a ciertos procedimientos tiránicos del héroe, de los que sufrían los habitantes de la ciudad. Cuando el poema vuelve a hacerse inteligible, nos enteramos de que el pukku y el mikku han caído al fondo de los infiernos «a causa de las quejas de las doncellas». Gilgamesh ha intentado recuperarlos, pero en vano. Por lo tanto, ha ido a sentarse ante la puerta del Mundo Subterráneo y allí pronuncia la lamentación siguiente:

«¡Oh, pukku mío! ¡Oh, mikku mío!

¡Mi pukku de vigor irresistible!

¡Mi mikku de la danza rítmica inigualable!

Mi pukku que antes estaba conmigo

en la casa del carpintero.

La mujer del carpintero estaba entonces conmigo

como la madre que me dio el ser,

La hija del carpintero estaba entonces conmigo

como una hermana joven.

¿Quién me traerá mi pukku de los Infiernos?

¿Quién me traerá mi mikku de los Infiernos?».

Enkidu le propone entonces ir a buscarlos a los Infiernos:

«Oh, señor mío, ¿por qué lloras?

¿Por qué está afligido tu corazón?

Tu pukku, ¡ah! yo voy a traértelo de los Infiernos,

Tu mikku, ¡yo voy a traértelo de la “cara” de los Infiernos!».

El amo pone al servidor al corriente de los diversos tabues infernales, los cuales no debe violar a ningún precio. Y Gilgamesh dice a Enkidu:

«Si ahora tú desciendes a los Infiernos,

Voy a decirte una palabra, escúchala,

Voy a darte un consejo, síguelo,

No te pongas ropas limpias,

Si no, como el enemigo, los administradores infernales se adelantarían.

No te untes con el buen aceite del bur[93],

Si no, con su olor, todos se apiñarían a tu alrededor.

No lances el bumerang a los Infiernos,

Si no, aquéllos a los que hubiera tocado el bumerang te rodearían.

No lleves ningún bastón en la mano,

Si no, las sombras revolotearían a tu alrededor.

No te calces con sandalias,

Dentro de los Infiernos no sueltes ningún grito;

No beses a tu esposa bienamada,

No pegues a tu esposa detestada;

No beses a tu hijo bienamado,

No pegues a tu hijo detestable.

Si no el clamor de Kur se apoderaría de ti,

El clamor por aquella que está echada,

por aquella que está echada,

Por la madre de Ninazu que está echada,

Cuyo cuerpo sagrado no cubre ninguna ropa,

Cuyo pecho santo no vela ningún tejido».

En el pasaje que se acaba de leer, la madre de Ninazu es, sin duda, la diosa Ninlil, quien, según el mito resumido en el capítulo XXIII, habría acompañado a Enlil a los Infiernos.

Pero, habiendo hecho Enkidu todo lo contrario de lo que le había dicho su amo, el monstruo Kur lo captura y no le deja volver a la tierra. Gilgamesh, entonces, se dirige a Nippur y hace oír a Enlil la queja siguiente:

«Oh, padre Enlil, mi pukku se cayó a los Infiernos,

Mi mikku se cayó a los Infiernos.

He mandado a Enkidu a buscarlos y Kur se ha apoderado de él.

Namtar[94] no se ha apoderado de él,

Asag[95] no se ha apoderado de él

Pero Kur sí que se ha apoderado de él.

El Trampero de Nergal[96], que no deja escapar a nadie,

no se ha apoderado de él.

Pero Kur se ha apoderado de él.

En la batalla, allí donde se manifiesta el valor, no cayó,

¡Pero Kur se ha apoderado de él!

¡Pero Kur se ha apoderado de él!».

Pero como Enlil no quiere saber nada del asunto, Gilgamesh se dirige a Eridu para suplicar a Enki que intervenga. Éste ordena inmediata mente al dios del sol, Utu, que abra un boquete en el techo de los Infiernos para que Enkidu pueda volver a la tierra. Utu obedece y la Sombra de Enkidu aparece ante Gilgamesh. El amo y el criado se abrazan y Gilgamesh pide al resucitado que le cuente todo lo que haya visto en la mansión de los muertos. Las siete primeras preguntas que le hace se refieren a la manera cómo los hombres que han tenido «de uno a siete hijos» son tan tratados en el mundo subterráneo. La continuación del poema es muy fragmentaria, pero nos quedan, sin embargo, algunas porciones del diálogo entre Gilgamesh y Enkidu sobre la manera cómo tratan en los Infiernos a los servidores del Palacio, a las mujeres que han sido madres, a los hombres que han muerto en el campo de batalla, a los muertos de los que nadie se ocupa en la tierra después de su defunción, y a aquellos cuyos cadáveres han quedado insepultos en la llanura

Lo que acabo de resumir es la traducción textual de la segunda parte del poema que los escribas babilónicos añadieron a la Epopeya de Gilgamesh, de la que constituye la tablilla XII. Este texto sumerio recientemente descubierto ha sido de un valor inestimable para los asiriólogos, que gracias a él han podido rellenar con las palabras que faltaban la versión accadia de la Epopeya de Gilgamesh, completando muchas frases y líneas que contenían lagunas. El texto de muchos pasajes de la tablilla XII que durante mucho tiempo había permanecido ininteligible a pesar de los esfuerzos encarnizados de un gran número de eruditos eminentes, ha quedado finalmente aclarado.