XIV

ÉTICA

EL PRIMER IDEAL MORAL

De acuerdo con su concepto del mundo, los pensadores sumerios tenían una visión relativamente pesimista del hombre y de su destino y estaban firmemente persuadidos de que el ser humano, formado y amasado con arcilla, no había sido creado más que para servir a los dioses, suministrándoles comida, bebida y morada, para que se pudieran entregar en paz y sosiego a sus actividades divinas. Se decían los pensadores sumerios que la vida está llena de incertidumbre y que el hombre no puede gozar jamás de una seguridad completa, ya que es incapaz de prever el destino que le ha sido asignado por los dioses, cuyos designios son imprevisibles.

Después de su muerte, el hombre no es más que una sombra impotente y errabunda en las lúgubres tinieblas de los Infiernos, donde la «vida» no es más que un miserable reflejo de la vida terrestre.

El dificilísimo problema del libre albedrío, que tanto preocupa a los filósofos actuales, no se planteaba en absoluto entre los pensadores sumerios, quienes aceptaban como una gran verdad inmediata que el hombre había sido creado por los dioses únicamente para su provecho y placer, y que, por lo tanto, no podía considerarse como un ser libre; para ellos, la muerte era el premio reservado a la criatura humana, ya que sólo los dioses eran inmortales, en virtud de una ley trascendental e ineluctable. Así mismo estaban convencidos de que las altas virtudes de sus compatriotas, adquiridas progresivamente, en realidad, después de muchos siglos de tanteos y de experiencias sociales, habían sido inventadas por los dioses. Eran éstos los que disponían; los hombres no podían hacer otra cosa sino obedecerles.

Si hemos de creer a sus propias crónicas, resulta que los sumerios apreciaban mucho la bondad y la verdad, la ley y el orden, la justicia y la libertad, la rectitud y la franqueza, la piedad y la compasión. Aborrecían el mal y la mentira, la anarquía y el desorden, la injusticia y la opresión, las acciones culpables y la perversidad, la crueldad y la insensibilidad. Sus reyes se jactaban constantemente de haber hecho imperar la ley y el orden en sus ciudades o en el país, de haber protegido a los débiles contra los fuertes y a los pobres contra los ricos, de haber exterminado el mal y de haber establecido la paz. El documento del que ya he hablado en el capítulo VI nos informa de que Urukagina, rey de Lagash, que vivía en el siglo XXIV a. de J. C., se sentía muy orgulloso de su acción: había devuelto la libertad y la justicia a sus conciudadanos, largo tiempo oprimidos; había desembarazado al Estado de funcionarios parásitos, había puesto fin a la arbitrariedad y a la explotación inicua; la viuda y el huérfano habían encontrado en él un protector.

Ur Nammu, fundador de la tercera dinastía de Ur, promulgó, antes de que hubieran transcurrido cuatro siglos, un código, cuyo prólogo enumera muchas de las medidas que él había tomado en favor de la moralidad pública: había puesto fin a los abusos sin nombre ni tasa de los funcionarios, había regularizado las pesas y las medidas, con objeto de poder garantizar la honradez del comercio, y había hecho de suerte que las viudas y los huérfanos, así como los pobres, quedasen protegidos de los malos tratos y de las injurias. Cosa de dos siglos más tarde, Lipit-Ishtar, rey de Isin, promulgaba a su vez un nuevo código. En él, este rey pretendía haber sido designado por los grandes dioses An y Enlil para «reinar sobre el país, a fin de establecer la justicia en sus territorios, hacer desaparecer todo motivo de queja, echar por la fuerza de las armas a los elementos enemigos y rebeldes y traer el bienestar a los habitantes de Sumer y Accad». De una manera general, los himnos dedicados a los soberanos atestiguan el grandísimo interés que éstos tenían en pasar por hombres virtuosísimos.

Según los sabios sumerios, los dioses preferían la moralidad a la inmoralidad, y los himnos exaltan, sin excepción, la bondad, la justicia, la franqueza y la rectitud de todas las grandes divinidades, hasta tal punto que había muchos dioses, entre los cuales Utu, por ejemplo, dios del Sol, cuya principal función era la de velar para el mantenimiento del orden moral. En diversos textos se atestigua, además, que Nanshe, diosa de Lagash, no toleraba que se ofendiese la verdad ni la justicia, como tampoco toleraba que nadie se mostrase falto de compasión. Se sabe actualmente que sus exigencias representaban un papel importante en el terreno de la moralidad humana[42].

Nanshe era, para los sumerios:

La que conoce al huérfano, la que conoce la viuda, La que conoce la opresión del hombre por el hombre, la que es la madre del huérfano. Nanshe se cuida de la viuda,

Hace que se administre (?) justicia (?) al más pobre (?). Ella es la reina que atrae al refugiado a su regazo, Y la que encuentra un refugio para el débil.

Un párrafo, cuyo sentido nos aparece bastante oscuro, nos presenta a Nanshe juzgando a la especie humana en el primer día del año. Nidaba, diosa de la escritura y de la literatura, y Haia, su esposo, están junto a ella, así como numerosos testigos. Los que han provocado su cólera son los hombres imperfectos:

Los que, siguiendo el camino del pecado, cometen arbitrariedades;

…………………………………………

Los que violan las normas establecidas, los que violan los contratos; Los que consideran favorablemente los lugares de perdición…; Los que sustituyen con un peso ligero uno más pesado; Los que sustituyen con una medida pequeña otra mayor;

…………………………………………

Los que, habiendo comido algo que no les pertenece,

no dicen: «Yo lo he comido»;

Los que, habiendo bebido, no dicen: «Yo lo he bebido», …;

Los que dicen: «Yo comeré lo que está prohibido»,

Los que dicen: «Yo beberé lo que está prohibido».

He aquí lo que revela aún más el sentido social de Nanshe:

Para consolar al huérfano y hacer que no haya más viudas,

Para preparar un lugar donde serán destruidos los poderosos,

Para entregar los poderosos a los débiles, …

Nanshe escruta el corazón de las personas.

Si los sumerios pensaban que los grandes dioses se comportaban de una manera virtuosa, no dejaban por eso de creer que, al establecer la civilización humana, esos mismos dioses habían introducido el mal igualmente en ella; el mal, la mentira, la violencia y la opresión. Y la lista de los me, esos principios inventados por los dioses para hacer funcionar sin trabas al cosmos, comprendía, como ya se ha visto[43], no solamente la «verdad», la «paz», la «bondad», la «justicia», sino también la «falsedad», la «disputa», la «lamentación», el «temor».

¿Por qué habrían sentido la necesidad, los dioses, de promover y crear el pecado y el mal, el sufrimiento y la desgracia? A juzgar por los documentos de que disponemos, si los sabios de Sumer llegaron alguna vez a plantearse este problema, estaban ciertamente dispuestos a responder que nada sabían de esta cuestión. ¿No creían que la voluntad de los dioses y sus motivos eran impenetrables? Un «Job» sumerio, abrumado por una desdicha, al parecer injustificada, no habría siquiera soñado en discutir y quejarse, sino solamente en implorar, gemir, lamentarse y confesar unos pecados y unas faltas que le habían sido inevitables[44].

Pero ¿habrían prestado atención los dioses a aquel mortal solitario e insignificante? Los pensadores de Sumer creían que no. Para ellos, los dioses se parecían mucho a los soberanos mortales de la tierra; es decir, tenían cosas más importantes en qué ocuparse. Del mismo modo que había que recurrir a un intermediario para conseguir cualquier cosa de los reyes, era lógico que uno no pudiese hacerse oír de los dioses más que a través de alguien que disfrutara de su especial favor. De ahí nació, sin duda, ese procedimiento de recurrir a un dios «personal», especie de ángel de la guarda, adscrito a cada ser humano y a cada cabeza de familia, del que se aprovecharon los sumerios. Era a esta especie de ángel de la guarda a quien el sumerio afligido descubría la intimidad de su corazón, era a él a quien rogaba y suplicaba, y era gracias a él que lograba alcanzar la salvación dentro de la desgracia.

Ya he dicho que en la base de las ideas, igual que en la de los ideales morales de los sumerios, había ese «dogma» de que el hombre había sido amasado con arcilla para servir a los dioses. De ello encontramos la prueba en dos poemas míticos especialmente significativos. Uno de ellos está dedicado por entero a la creación del hombre. La mayor parte del otro relata una controversia entre dos divinidades menores, pero esta controversia va precedida de una introducción que explica largamente por qué ha sido creado el hombre.

El texto del primer poema fue descubierto en dos tabletas de contenido idéntico: una proviene de Nippur y pertenece al Museo de la Universidad de Filadelfia; la otra, que está en el Louvre, fue comprada en una tienda de antigüedades. La tableta del Louvre y buena parte de la del Museo de la Universidad de Filadelfia, ya habían sido transcritas y publicadas en 1934, pero su contenido quedaba poco comprensible. En efecto, la tableta del Louvre se encontraba en muy mal estado de conservación, y en cuanto a la segunda, había llegado a Filadelfia en cuatro fragmentos separados, cosa que complicó el problema durante largo tiempo. Dos fragmentos, identificados y reunidos en 1919, habían sido copiados, y luego publicados, por Stephen Langdon. En 1934, Chiera había publicado un tercer fragmento, pero sin que se diera cuenta de que formaba parte de la misma tableta que los dos anteriores. Yo me di cuenta de ello diez años más tarde, cuando me esforzaba por establecer el texto del poema que yo quería publicar en mi libro sobre mitología sumeria. Hacia la misma época identifiqué, en la colección de tabletas del Museo de la Universidad de Filadelfia, el cuarto fragmento, todavía inédito. Así pude reconstruir el poema y esbozar su interpretación, a pesar de que el texto seguía siendo difícil de interpretar y muy oscuro debido a sus numerosas lagunas[45].

Parece como si este poema hubiese empezado por ciertas consideraciones, que podríamos resumir de la manera siguiente: los dioses tienen ciertas dificultades para procurarse alimentos, y cuando las diosas, nacidas después de ellos, van a reunírseles, las dificultades aumentan. Mientras se lamentan, el dios del agua, Enki —quien habría podido ir en su ayuda, puesto que también era el dios de la sabiduría—, se halla yaciendo en el mar, tan profundamente dormido que ni siquiera oye. Nammu, la madre de Enki[46], «madre de todos los dioses», le va a llevar a éste las lágrimas de todos ellos. Y, mientras los dioses continúan desconsolados, ella dice a Enki:

«Oh, hijo mío, levántate de tu lecho, desde tu…, haz lo que es sensato:

Forma los servidores de los dioses,

para que puedan producir sus dobles (?).»

Enki reflexiona, se pone en cabeza de la legión de los «buenos y magníficos modeladores» y dice a Nammu:

«Oh, madre mía, la criatura cuyo nombre has pronunciado existe:

Fija en ella la imagen (?) de los dioses.

Amasa el corazón con la arcilla que está en la superficie del Abismo,

Los buenos y magníficos modeladores espesarán esta arcilla.

Tú, haz nacer los miembros;

Ninmah[47] trabajará antes que tú,

Las diosas del nacimiento… estarán junto a ti

mientras tú harás tu modelaje.

Oh, madre mía, decide el destino del recién nacido,

Ninmah fijará en él la imagen (?) de los dioses:

Es el hombre…».

El poema pasa entonces, de la creación del hombre en general, a la creación de los diversos tipos de hombres imperfectos, e intenta explicar la existencia de esos seres anormales. Vamos a ver de qué manera lo explica: Enki ha organizado una fiesta dedicada a los dioses, sin duda para conmemorar la creación del hombre. Pero, en el transcurso de la fiesta, Enki y la diosa Ninmah, que han bebido bastante vino, pierden un poco la cabeza, y, de pronto, Ninmah toma un pedazo de arcilla del Abismo y con él modela seis tipos diferentes de individuos anormales; Enki redondea la obra fijando, por decreto, su destino y les «da a comer pan». Resulta imposible comprender en qué consiste la imperfección de los cuatro primeros. En cuanto a los dos últimos, la mujer estéril y el ser asexuado, he aquí lo que dice el texto, refiriéndose a ellos:

El…, Ninmah hizo una mujer incapaz de parir.

Enki, viendo esta mujer incapaz de parir,

Decidió su suerte, y la destinó a vivir en el «gineceo».

El…, ella hizo un ser privado de órgano masculino,

privado de órgano femenino.

Enki, viendo este ser privado de órgano masculino, privado de órgano femenino,

Decidió que su destino sería el de preceder al rey.

No obstante, por no ser menos, Enki decidió a su vez hacer nacer alguna nueva criatura. El poema no da detalles del modo en que pone manos a la obra, pero, sea como fuere, lo cierto es que el nuevo ser creado es un fracaso; es canijo de cuerpo y débil de espíritu. Enki recurre a Ninmah y le ruega que venga en auxilio de este desgraciado:

«De aquel que tu mano ha modelado, yo he decidido el destino,

Yo le he dado a comer pan;

Decide tú ahora la suerte del que ha modelado mi mano,

Dale a comer pan».

Ninmah muestra su buena voluntad hacia el desgraciado y hace todo lo que puede, pero sin resultado. Ella le habla, pero él no le responde. Ella le ofrece pan, pero él no alarga la mano para tomarlo. El desdichado no puede permanecer ni sentado ni de pie, ni tampoco puede doblar las rodillas. El poema prosigue con una larga conversación entre Enki y Ninmah, pero este pasaje tiene tantas lagunas que resulta imposible descifrar su sentido. Parece como si Ninmah terminase por maldecir a Enki ante el espectáculo desgarrador de aquel infeliz inválido o, mejor dicho, de aquel ser inanimado que el dios se ha entretenido en crear. Y Enki da la impresión de estar de acuerdo con ella, de pensar, en fin, que bien merece aquella maldición.

El segundo poema mítico podría titularse El Ganado y el Grano: se trata de una de esas narraciones en forma de controversia, tan en boga entre los escritores sumerios[48]. Los protagonistas son el dios del ganado, Lahar, y su hermana Ashnan, la diosa del grano. El poema precisa que ambos habían sido creados en la «sala de la creación» de los dioses, para que los anunnakis, hijos del gran dios An, pudiesen tener con qué alimentarse y con qué vestirse. Pero, hasta el momento en que fue creado el hombre, los anunnakis habían sido incapaces de sacar partido alguno del ganado y del grano de una manera satisfactoria. Tal es el argumento de la introducción:

Cuando en la Montaña del Cielo y de la Tierra,

An hubo hecho nacer los anunnakis,

Porque el nombre de Ashnan no había nacido aún, no había sido formado.

Porque Uttu[49] no había aún sido modelada,

Porque para Uttu no había sido levantado ningún lugar sagrado.

Todavía no existían las ovejas,

no había nacido aún ningún cordero;

Todavía no existían las cabras,

no había nacido aún ningún cabrito;

La oveja no daba a luz aún a sus dos corderos;

La cabra no daba a luz aún a sus tres cabritos.

Porque el nombre de la sabia Ashnan y de Lahar,

Los anunnakis, los grandes dioses, no lo sabían,

El grano shesh de treinta días no existía aún;

El grano shesh de cuarenta días no existía aún:

Los pequeños granos, el grano de la montaña,

el grano de las nobles criaturas vivientes

no existía aún.

Porque Uttu no había nacido aún, porque la corona

de vegetación (?) no se había erguido aún,

Porque el señor… no había nacido aún,

Porque Sumugan, el dios de la llanura,

no había llegado aún.

Como la Humanidad en el momento de su creación,

Los anunnakis ignoraban aún el pan para nutrirse,

Ignoraban aún las ropas para vestirse,

Pero comían las plantas con la boca, igual que carneros,

Y bebían el agua del foso.

En aquellos tiempos, en la «sala de creación» de los dioses,

En su mansión Duku, fueron formados Lahar y Ashnan.

Los productos de Lahar y de Ashnan,

Los anunnakis del Duku, los comían,

pero quedaban insatisfechos;

En sus hermosas granjas, la leche shum,

Los anunnakis del Duku se la bebían,

pero quedaban insatisfechos.

Es, pues, para que se ocupara dé sus hermosas granjas

Que el hombre recibió el soplo de la vida.

El poema explica a continuación cómo Lahar y Ashnan, descendiendo del cielo a la tierra, trajeron a la Humanidad los beneficios de la civilización:

En esta época, Enki dijo a Enlil:

«Padre Enlil: A Lahar y Ashnan,

Que han sido creados en el Duku,

Hagámosles descender del Duku».

Obedeciendo la orden sagrada de Enki y de Enlil,

Lahar y Ashnan descendieron del Duku.

Para Lahar, Enlil y Enki construyeron una granja;

De plantas y hierbas en abundancia le hicieron presente;

Para Ashnan instalaron una casa;

De un arado y de un yugo le hicieron presente.

Lahar en su granja,

Es un pastor que desarrolla los productos de la granja,

Ashnan en medio de las cosechas,

Es una virgen amable y generosa.

La abundancia que viene del cielo,

Lahar y Ashnan la hacen aparecer sobre la tierra;

A la sociedad llevan la abundancia;

Al país, llevan el aliento de vida;

Hacen ejecutar las leyes de los dioses;

Multiplican el contenido de los almacenes;

Llenan hasta reventar los graneros.

En la casa del pobre, situada a ras del polvo del suelo,

Al entrar le llevan la abundancia.

Ambos, dondequiera que moren,

Llevan consigo a la casa pingües provechos.

El lugar donde permanecen, lo sacian;

el lugar donde se sientan lo aprovisionan;

Y alegran el corazón de An y de Enlil.

A continuación aparece la controversia: Lahar y Ashnan beben tanto vino que se emborrachan y empiezan a querellarse; las granjas y los campos resuenan con el estruendo de su disputa. Cada uno de los dos se jacta de sus propias hazañas y se esfuerza en denigrar las del otro. Finalmente, Enlil y Enki intervienen y ponen fin al torneo declarando vencedora a Ashnan.

Se percibe bien a través de estos poemas cómo concebían los sumerios la dependencia original del hombre respecto al mundo divino. La actitud fundamental que se derivaba de ello, base de la moral, era la de un siervo y criado de los dioses.