AGRICULTURA
EL PRIMER «ALMANAQUE DEL AGRICULTOR».
El descubrimiento de una tablilla con inscripciones de carácter médico, y cuyo origen se remontaba al final del tercer milenio a. de J. C., fue una verdadera sorpresa para los asiriólogos, ya que el primer «manual» se esperaba que fuese de tipo agrícola más bien que médico. En efecto, la agricultura constituía la base de la economía sumeria, la fuente principal de la vida, del bienestar y de la riqueza de Sumer, donde sus métodos y sus técnicas estaban altamente desarrollados mucho antes de este tercer milenio. Y, no obstante, el único «manual» agrícola que hasta la fecha se haya descubierto no data más que del segundo milenio antes de nuestra era.
En 1950 se desenterró[25] en Nippur esta tableta, de 7,5 por 11,5 cm. Al ser desenterrada, la tableta se hallaba en muy mal estado de conservación. Pero, después de haber sido recocida, limpiada y reparada en el laboratorio del Museo de la Universidad de Filadelfia, se hizo legible su texto entero. Antes del hallazgo de Nippur, se conocían ya otras ocho tabletas y fragmentos de arcillas en los cuales figuraba parte del texto; pero antes de que esta nueva pieza de Nippur, con sus 35 líneas que daban la parte central de la inscripción, hubiese salido a la luz del día había sido imposible proceder a una restauración fiel del conjunto.
El documento reconstruido, de una extensión de 108 líneas, se compone de una serie de instrucciones dirigidas por un agricultor a su hijo. Esos consejos se refieren a las actividades agrícolas anuales, desde la inundación de los campos en mayo y junio hasta la trilla de la mies cosechada en abril y mayo del año siguiente.
En la antigüedad ya se conocían dos célebres tratados de la actividad agrícola: las Geórgicas, de Virgilio, y Los Trabajos y los Días, de Hesíodo. Esta última obra, mucho más antigua que la primera, fue probablemente escrita en el siglo VIII antes de J. C. Nuestra tableta sumeria, recopiada hacia el año 1700 antes de nuestra era, precede, por lo tanto, a la obra de Hesíodo en unos mil años.
Uno ya puede imaginarse que estos tres textos tienen un tono muy distinto, cosa que podrá comprobarse leyendo estas pocas líneas que siguen, extraídas de la traducción literal, efectuada por Benno Landsberger y Thorkild Jacobsen (ambos miembros del Instituto Oriental de la Universidad de Chicago), y también por mí. Debo hacer notar que se trata de una traducción provisional, y ruego al lector que tenga presente que los equivalentes propuestos no son, a veces, más que aproximaciones, ya que el texto está lleno de términos técnicos oscuros y desconcertantes. Esta traducción quedará muy mejorada, sin duda alguna, dentro de unos años, a medida que aumentarán nuestras informaciones y nuestro conocimiento del idioma sumerio.
Hace muchos años, un agricultor dio los siguientes consejos a su hijo: Cuando tú te dispongas a cultivar un campo, cuídate de abrir los canales de riego de modo que el agua no suba demasiado sobre el campo. Cuando lo hayas vaciado de su agua, vigila la tierra húmeda del campo, a fin de que quede aplanada; no dejes hollarla por ningún buey errabundo. Echa de allí a los vagabundos, y haz que se trate este campo como una tierra compacta. Rotúralo con diez hachas estrechas, de las cuales cada una no pese más de 2/3 de libra. Su bálago (?) tendrá que ser arrancado a mano y atado en gavillas; sus hoyos angostos tendrán que ser llenados por medio del rastrillo; y los cuatro costados del campo quedarán cerrados. Mientras el campo se queme bajo el sol estival, lo dividirás en partes iguales. Haz que tus herramientas zumben de actividad (?). Tendrás que consolidar la barra del yugo, fijar bien tu látigo con clavos y hacer reparar el mango del látigo viejo por los hijos de los obreros.
Estos consejos, como se ve, se refieren a las tareas y trabajos importantes que debe realizar el agricultor para asegurar el éxito de la cosecha. Como la irrigación era esencial para el terreno calcinado de Sumer, las primeras instrucciones hacen referencia a las obras de riego; debe vigilar que «el agua no suba demasiado sobre el campo»; cuando se retira el agua, el suelo húmedo debe ser cuidadosamente protegido de las pisadas de los bueyes y de todos los demás vagabundos, animales o personas; hay que quitar los hierbajos y debe cercarse.
Acto seguido se aconseja al agricultor que haga remendar y recomponer, por las personas de su casa o por sus obreros, las herramientas, los cestos y los recipientes; que procure disponer de un buey suplementario para el arado; que haga mullir el suelo dos veces por el azadón y una vez con la azada, antes de comenzar las labores de arado. Si necesario fuere, se utilizaría el martillo para pulverizar los terrones. Finalmente, el agricultor vigilaría que los jornaleros no ronceasen en su tarea.
La aradura y la siembra se realizaban simultáneamente, gracias a una sembradera, es decir, a un arado provisto de un dispositivo que permitiría que el grano se escurriera por un embudo muy estrecho, para caer sobre el surco que dejaba el arado. Se recomedaba al labrador que trazase 8 surcos por cada franja de tierra de 6 metros de anchura. Las semillas debían quedar enterradas a una profundidad siempre igual: «No quites el ojo del hombre que hunde en la tierra el grano de cebada a fin de que haga que el grano se meta, regularmente, a cinco centímetros de profundidad». Si la semilla no quedaba convenientemente enterrada, había que cambiar la reja del arado, la «lengua del arado». Según el autor del «manual» en cuestión, hay varias maneras de arar la tierra, y el hombre aconseja: «Allí donde tú habías trazado antes surcos rectos y derechos, trázalos en diagonal; allí donde habías trazado surcos en diagonal, trázalos derechos». Después de la siembra había que quitar los terrones de los surcos, para que no se dificultase la germinación de la cebada.
Escena de siembra
«El día en que el grano rompa la superficie del suelo», sigue diciendo nuestro «manual», el agricultor debe rezar una oración a Ninkilim, diosa de las ratas y otras sabandijas del campo, para que éstas no echen a perder la naciente cosecha; también debe hacer que se alejen los pájaros, espantándolos.
Cuando los jóvenes retoños ya llenaban el fondo angosto de los surcos había que regarlos; y cuando la cebada estaba tan densa que cubría el campo como «una estera en el fondo de una barca», había que regar de nuevo. Una tercera vez había que volver a regar el «grano real». Si el agricultor notaba que las plantas así humedecidas empezaban a enrojecer, ello significaba que la cosecha se veía amenazada por la terrible enfermedad llamada samana. Si la cebada seguía creciendo, había que regarla por cuarta vez: se conseguiría entonces un rendimiento suplementario de un diez por ciento.
Una vez llegado el tiempo de la cosecha, el agricultor no debía esperar a que la cebada se doblase bajo su propio peso, sino que debía segar «en el día de su fuerza», o sea, justo en el momento preciso. Los hombres trabajaban entre las espigas maduras por equipos de tres: un segador, un agavillador, y un tercer hombre, cuyas funciones no quedan bien definidas.
Inmediatamente después de la siega se procedía a la trilla, la cual se efectuaba por medio de una rastra movida durante cinco días en uno u otro sentido sobre los tallos amontonados. A continuación se «abría» la cebada por medio de un instrumento especial tirado por bueyes. Pero, como quiera que el grano se había ensuciado en su contacto con el suelo, después de rezar una plegaria apropiada al caso, se ahechaba con horcas, se esparcía por un cañizo, y de este modo quedaba libre de tierra y polvo.
Éstas son, concluye diciendo nuestro autor, las recomendaciones no del agricultor, sino del mismísimo dios Ninurta, el cual era, al mismo tiempo, hijo y el «verdadero labrador» del gran dios sumerio Enlil.