MEDICINA
LA PRIMERA FARMACOPEA
Un médico sumerio anónimo, que vivía hacia el final del tercer milenio a. de J. C, decidió un buen día reunir y consignar por escrito, para uso de sus colegas y de sus discípulos, las más preciosas de sus recetas médicas. Así, pues, preparó una tablilla de arcilla húmeda de cerca de 16 cm de largo por 9,5 cm de ancho, talló en forma de cuña la extremidad de un estilete de caña e inscribió, con los caracteres cuneiformes de su época, los nombres de una docena de sus remedios favoritos. Este documento de arcilla, el «manual» de medicina más antiguo que se conozca, yacía enterrado entre las ruinas de Nippur desde hacía más de cuatro mil años, cuando fue descubierto por una expedición arqueológica y entregado al Museo de la Universidad de Filadelfia.
Yo me enteré de su existencia gracias a una publicación de mi antecesor en el Museo de la Universidad, el profesor Léon Legrain, curator eméritus del departamento babilónico. En un artículo del boletín del Museo de la Universidad (1940) titulado «La antigua farmacia de Nippur», Legrain había emprendido valientemente la traducción de la tablilla. Pero era evidente que esa tarea sobrepasaba la competencia del asiriólogo. La inscripción estaba redactada en términos tan técnicos y especializados que se imponía la colaboración de un historiador de las ciencias, y más particularmente, de la química. Desde que soy conservador de las colecciones de tablillas del Museo de la Universidad, me he sentido impelido varias veces a dirigirme, lleno de impaciencia, a la vitrina donde estaba la tablilla en cuestión y llevármela a mi mesa para estudiarla. A menudo he tenido la tentación de intentar traducir su contenido. Pero, felizmente, no llegué a sucumbir a ella. Diez veces, veinte veces, la devolví a su lugar en la vitrina, esperando la ocasión propicia.
Un sábado por la mañana, durante la primavera de 1953, se presentó en mi despacho un joven llamado Martin Levey, que era químico y vivía en Filadelfia. Levey presentaba una tesis sobre la Historia de las Ciencias, y venía a pedirme si no podría ayudarme a traducir algunas tablillas cuyo texto tuviese relación con su especialidad. Era mi ocasión. Una vez más saqué la tablilla de la vitrina, resuelto esta vez a no devolverla a su lugar hasta haber intentado en serio su traducción. Durante varias semanas, Levey y yo estuvimos trabajando sobre aquel texto. Yo me limitaba estrictamente a la lectura de los caracteres sumerios y al análisis de la construcción gramatical. Fue Martin Levey quien, por su comprensión de la tecnología sumeria, hizo inteligible para nosotros lo que subsiste de esta primera farmacopea.
Este documento demuestra que para componer sus medicamentos, el médico sumerio, igual que su colega moderno, recurría al uso de sustancias vegetales, animales y minerales. Sus minerales favoritos eran el cloruro sódico (sal común) y el nitrato potásico (salitre). En cuanto a productos animales, utilizaba, por ejemplo, la leche, la piel de serpiente, la concha de tortuga. Pero la mayoría de sus remedios, eran entresacados del reino vegetal: plantas como la casia, el mirto, la asafétida y el tomillo; árboles como el sauce, el peral, el abeto, la higuera y la palmera de dátiles. Estos simples se preparaban a partir del grano, del fruto, de la raíz, de la rama, de la corteza o de la goma de los vegetales en cuestión, y debían conservarse, igual que hoy en día, en forma sólida, o sea, en polvo.
Los remedios recetados por nuestro médico arqueológico comprendían también los ungüentos y los «filtrados» para el uso externo, y los líquidos para uso interno. La preparación de los ungüentos consistía, por regla general, en pulverizar uno o varios ingredientes, impregnar el polvo así obtenido de vino kushumma y añadir aceite vegetal ordinario o aceite de cedro a la mezcla. En el caso de uno de los remedios en el que entraba como ingrediente la «arcilla de río pulverizada», este polvo debía amasarse en agua y miel y, en lugar de un aceite vegetal, era «aceite de mar[23]» lo que se debía verter sobre la mezcla.
Las prescripciones relativas a los «filtrados», más complicadas, iban seguidas de instrucciones para su modo de empleo. Para tres de ellas (el texto sumerio es claramente afirmativo a este respecto), el procedimiento utilizado era la decocción. Con objeto de extraer los principios deseados, el médico hacía hervir la sustancia dentro del agua y añadía un álcali y sales diversas, sin duda con la intención de obtener una mayor cantidad de extracto. Para separar la materia orgánica, había que someter la solución o suspensión acuosa al filtrado, aunque esto último no quede explícitamente afirmado en las «instrucciones», El órgano enfermo se trataba entonces por medio del «filtrado», ya fuera por aspersión, ya por lavado. Enseguida se frotaba con aceite y se le añadían uno o varios simples suplementarios.
Igual que se hace actualmente, se empleaba entonces un vehículo para facilitar al paciente la absorción de los remedios. Este vehículo era, generalmente, la cerveza. Por lo tanto, se hacía disolver en la cerveza los ingredientes reducidos al estado de polvo, antes de hacérselos beber a los enfermos. Sin embargo, en un caso parece que se utilizó la cerveza o la leche indistintamente a título de ingredientes; era entonces un «aceite de río», todavía no identificado, lo que servía de vehículo.
Nuestra tablilla, única fuente de información que poseemos sobre la medicina sumeria del tercer milenio a. de J. C., sería suficiente por sí sola para demostrar el notable estado avanzado en que se encontraba ésta en una época tan primitiva. Las diversas operaciones y la variedad de procedimientos a los que se hace alusión en el texto revelan de un modo indirecto que los sumerios poseían profundos conocimientos en materia química. Se puede comprobar, por ejemplo, que ciertas instrucciones de nuestro médico recomiendan «purificar» los ingredientes antes de pulverizarlos, tratamiento que debía requerir diversas operaciones químicas. En otras «instrucciones» vemos utilizar como ingredientes el álcali en polvo; se trata, probablemente, de ceniza alcalina obtenida por combustión, en un hoyo, de una cualquiera de las numerosas plantas de la familia de las quenopodiáceas (muy probablemente la Salicornia fruticosa) que son muy ricas en sosa. La ceniza sodada así producida era utilizada (cosa que sabemos por otros documentos) en el siglo VII a. de J. C.; y en la Edad Media se empleaba en la fabricación del vidrio. Resultan interesantes desde el punto de vista químico dos «instrucciones» que prescriben el uso del álcali y añaden ciertas sustancias que contienen una gran proporción de cuerpos grasos naturales, lo que permitiría obtener un jabón para aplicaciones externas.
Otra sustancia prescrita por nuestro médico, el nitrato potásico o salitre, no podía obtenerse sin poseer ciertos conocimientos químicos. Se sabe que los asirios, en una época más reciente, inspeccionaban las regueras por donde se escurrían las materias nitrogenadas de desecho, la orina, por ejemplo, y extraían de ellas las formaciones cristalizadas que allí encontraban para aislar las sustancias que buscaban. El problema de la separación de los componentes, entre los que, sin duda alguna, se hallaban el cloruro sódico y otras sales sódicas y potásicas, juntamente con los productos de degradación de las materias nitrogenadas, debía ser resuelto por el método de la «cristalización fraccionada». En la India y en Egipto se practica aún hoy día este procedimiento antiquísimo, que fundamentalmente consiste en mezclar la cal o el cemento viejo con una materia orgánica en descomposición, para formar así nitrato cálcico, el cual, enseguida, se trata con lejía y a continuación se hierve con ceniza de madera (carbonato potásico), de cuyo producto se extrae finalmente el salitre por evaporación.
Desde un punto de vista muy importante, nuestro texto resulta francamente decepcionante, ya que omite indicarnos a qué enfermedades se aplicaban estos remedios; somos, por consiguiente, incapaces de comprobar su eficacia terapéutica. Los remedios mencionados tenían, probablemente, muy poco valor, ya que no parece que la medicina sumeria haya hecho uso ni de la experimentación ni de la comprobación. La selección de un gran número de medicamentos no tenía, sin duda, otro fundamento que la confianza inmemorial que tenían los antiguos en las propiedades odoríferas de las plantas. Sin embargo, algunas de las recetas tenían su Utilidad; la fabricación de un detergente, por ejemplo, no deja de tener valor, y hasta la sal común y el salitre son eficaces, la primera como antiséptico, y el segundo como astringente.
Este «formulario» peca, finalmente, de otra omisión no menos flagrante que la anterior, ya que no especifica las cualidades respectivas de las sustancias utilizadas en la composición, como tampoco indica la dosificación ni la frecuencia de aplicación de los remedios. Es posible que ello provenga de los «celos» profesionales, y que, por lo tanto, nuestro médico haya omitido voluntariamente estos detalles, con objeto de proteger sus secretos. Pero, de todos modos, es más probable que esos detalles cuantitativos no parecieran importantes al redactor sumerio del «formulario»; siempre quedaba el recurso de determinarlos de un modo más o menos empírico, en el curso de la preparación y de la administración de los remedios.
Es interesante observar que nuestro médico sumerio no recurre ni a las fórmulas mágicas ni a los hechizos. No menciona a ningún dios ni a ningún demonio en su texto. Ello no quiere significar, sin embargo, que el empleo de sortilegios o de exorcismos para curar a los enfermos fuese desconocido en Sumer, en el tercer milenio a. de J. C. Muy al contrario, semejantes prácticas eran de uso corriente, como se desprende del contenido de unas setenta tablillas pequeñas cubiertas de encantamientos designados como tales por los mismos autores de las inscripciones. Igual que hicieron los babilonios, más tarde, los sumerios atribuían la existencia de muchísimas enfermedades a la presencia de demonios muy malintencionados, que se habían metido dentro del cuerpo de los enfermos. Media docena de estos demonios son nombrados expresamente en un himno sumerio dedicado al «Gran Médico de la gente de la cabeza negra[24]», a la diosa Bau, llamada también por los nombres de Ninisinna y de Gula. No deja de ser, por consiguiente, notabilísimo que nuestro pedazo de arcilla, la «página» más antigua de texto médico y de «farmacopea» conocida hasta la fecha, se nos muestre completamente exenta de elementos místicos e irracionales.