REFORMAS SOCIALES
LA PRIMERA REDUCCIÓN DE IMPUESTOS
Afortunadamente para nosotros, los viejos «historiadores» de Sumer no se contentaron con evocar guerras y batallas, sino que también trataron de acontecimientos importantes de índole económica y social. Así, pues, nos encontramos con que el texto de una inscripción describe las reformas dirigidas contra los abusos de «antes» cometidos por una burocracia odiosa e invasora. El documento procede del Palacio y fue redactado por uno de los archiveros del rey Urukagina, personaje nuevo que fue llevado al poder por el pueblo después de haber derribado la antigua dinastía de Ur-Nanshe.
Pero, para mejor poder apreciar el contenido de nuestro texto, es indispensable tener al menos una idea somera del ambiente político y social en el que se desarrollaron los acontecimientos expuestos.
El Estado urbano de Lagash, en el tercer milenio antes de J. C., comprendía, además de la «capital», un pequeño grupo de pueblos prósperos, agrupados cada uno de ellos alrededor de un templo. Igual que las otras ciudades sumerias, Lagash tenía por soberano al rey que gobernaba el conjunto del país de Sumer, pero, en realidad, estaba gobernada por el ishakku, al que se consideraba representante temporal del dios tutelar al que la tradición religiosa atribuía la fundación del pueblo en cuestión. Las condiciones precisas según las cuales los primeros ishakkus llegaron al poder son todavía inciertas para nosotros; es muy posible que los ishakkus hubieran sido elegidos por los hombres libres de la ciudad, siguiendo, tal vez, el consejo de los administradores del Templo, los sangas, cuyo papel político parece determinante. Sea como fuere, lo cierto es que el cargo pronto se hizo hereditario. Entonces, los ishakkus, vueltos poderosos, tendieron, por ambición, a aumentar su poderío y sus riquezas a expensas del Templo, cosa que provocaba a menudo conflictos entre éste y el Palacio.
Los habitantes de Lagash eran, por regla general, agricultores y ganaderos, barqueros y pescadores, mercaderes y artesanos. La vida económica de la ciudad se hallaba regida por un sistema mixto: en parte era «socialista» y dirigida, y en parte era «capitalista» y libre. El suelo pertenecía, en teoría, al dios de la ciudad, o sea, dicho en otras palabras, al Templo, que lo administraba en interés de todos los ciudadanos. Pero, de hecho, si bien el personal del Templo poseía una fracción importante de tierras que arrendaba a aparceros, también había gran parte de tierras que eran de propiedad particular. Ni siquiera estaban los pobres desprovistos de tierras propias; y si no tierras, siempre poseían alguna alquería, algún jardín, alguna casucha o alguna cabeza de ganado. La conservación del sistema de irrigación, esencialísimo para la vida de la población en aquel país desértico, tenía que estar necesariamente asegurada en común; pero, bajo otros aspectos, la economía se hallaba relativamente libre de restricciones. La riqueza y la pobreza, el éxito y el fracaso dependían en gran parte del empuje y del esfuerzo individual. Los más trabajadores de los artesanos vendían los productos de su fabricación en el mercado libre del pueblo o de la ciudad. Había mercaderes ambulantes que, por vía terrestre y marítima, mantenían un comercio floreciente con los estados vecinos, y no cabe la menor duda que entre ellos había particulares, además de los representantes del Templo. Los ciudadanos de Lagash tenían bien arraigado el sentimiento de sus derechos y desconfiaban de toda acción gubernamental que tendiese a atentar contra la libertad de sus negocios y de sus personas. Y era esa libertad, juzgada por ellos como el primero y principal de sus bienes, lo que los habitantes de Lagash habían perdido, según relata nuestro vetusto documento, en los años anteriores al reinado de Urukagina.
De las circunstancias que habían conducido a ese estado de ilegalidad y de opresión, el documento nada nos dice, pero nosotros podemos muy bien suponer que semejante situación era imputable a las fuerzas económicas y políticas en las que se apoyaba el régimen autoritario instaurado por Ur-Nanshe y sus sucesores. Algunos de estos soberanos, que dieron prueba de desmesuradas ambiciones, tanto para ellos como para el Estado, se habían lanzado a hacer guerras «imperialistas» y conquistas sangrientas. Una y otra vez, sus bélicas empresas se habían visto coronadas por éxitos considerables y, durante un breve período, como ya hemos visto, uno de ellos había conseguido extender su dominio sobre el conjunto de Sumer y hasta sobre varios países vecinos. Pero las primeras victorias fueron, en definitiva, estériles. En menos de un siglo, Lagash volvió a quedar reducida al espacio comprendido dentro de sus fronteras primitivas y a su situación inicial. Cuando Urukagina accedió al poder, la ciudad se hallaba tan maltrecha y debilitada que era como una fruta madura a punto de caer en las manos de su implacable enemiga del norte, Umma.
En el transcurso de esas guerras crueles y de sus desastrosas consecuencias, los ciudadanos de Lagash habían perdido su libertad. Los amos de la ciudad, con el objeto de reclutar ejércitos y de suministrarles armas y pertrechos, habían creído necesario usurpar los derechos de los individuos, aumentar los impuestos y hasta apropiarse del patrimonio del Templo. Mientras el país había estado en guerra no existió oposición; la guerra había hecho pasar todos los resortes del mando a manos de la gente del Palacio. Pero, cuando se hizo la paz, los palaciegos se mostraron muy poco dispuestos a abandonar los puestos y prerrogativas que les proporcionaban tan grandes provechos. En realidad, nuestros antiguos burócratas habían descubierto el medio de multiplicar los tributos, las contribuciones, las tasas e impuestos en proporciones tales como para hacer morir de envidia a sus colegas modernos.
¿Hemos de admirar esta técnica inventada en Sumer hace 4500 años? Veamos lo que dice a este respecto el viejo «historiador» que nos informa:
El inspector de los barqueros requisaba las barcas. El inspector del ganado requisaba las grandes reses y las pequeñas. El inspector de las pesquerías requisaba el producto de la pesca. Cuando un ciudadano llevaba un carnero cubierto de lana al Palacio para que se lo esquilaran, tenía que pagar 5 siclos[21] si la lana era blanca. Si un hombre se divorciaba, el ishakku percibía 5 siclos y su visir, uno. Si un perfumista componía un ungüento, el ishakku percibía 5 siclos, el visir, uno y el intendente del Palacio, otro. En cuanto al Templo y a sus bienes, el ishakku se los había apropiado por las buenas. «Los bueyes de los dioses», nos cuenta el narrador, «araban los cuadros de cebollas del ishakku; los cuadros de cebollas y de pepinos del ishakku ocupaban las mejores tierras del dios». Los dignatarios más venerables del Templo, entre ellos los sangas, se veían confiscar gran número de sus jumentos y de sus bueyes y una gran cantidad de su grano. La misma muerte estaba sujeta a tasas e impuestos. Cuando se llevaba un difunto al cementerio, siempre se encontraba allí un enjambre de funcionarios y otros parásitos, dispuestos a sonsacar a la enlutada familia todo lo que pudieran de cebada, de pan, de cerveza y de muebles de toda clase. De uno a otro confín del Estado, observa acerbamente nuestro cronista, «había recaudadores». Dadas estas condiciones, nada tiene de extraño que el Palacio prosperase de un modo opulento. Las tierras y los bienes que el Palacio se había apropiado formaban una inmensa finca ininterrumpida. El texto a que nos referimos dice, palabra por palabra: «Las casas del ishakku y los campos del ishakku, las casas del harén del Palacio y los campos del harén del Palacio, las casas de la familia del Palacio y los campos de la familia del Palacio, se apretujaban unos contra otros».
Tal era el lastimoso estado social y político en que se encontraba Lagash cuando, según relata nuestro autor, apareció en escena un nuevo ishakku, llamado Urukagina. A él pertenece el honor de haber restablecido la justicia y de haber devuelto la libertad a los ciudadanos oprimidos. Urukagina revocó el inspector de barqueros. Destituyó asimismo al inspector de pesquerías y al recaudador del impuesto que se tenía que pagar para que se pudieran esquilar los carneros blancos. Cuando un hombre se divorciaba, ni el ishakku ni su visir percibían ya dinero alguno. Cuando un perfumista elaboraba un ungüento, ni el ishakku, ni el visir, ni el intendente del Palacio, percibían ya nada. Cuando se conducía un cadáver al cementerio, los dignatarios percibían una parte mucho menos importante que antes de los bienes del difunto; en algunos casos, menos de la mitad.
Los bienes del templo fueron respetados. Y de un extremo a otro del país, según asegura nuestro «historiador», «ya no había recaudadores». Urukagina había «instaurado la libertad» de los ciudadanos de Lagash.
Pero la destitución de los omnipresentes recaudadores y de los dignatarios parásitos no fue la única hazaña de Urukagina, sino que éste puso fin a la explotación y a los malos tratos de que eran objeto los pobres por parte de los ricos. Un ejemplo nos explica el cambio sobrevenido: «La casa de un hombre humilde era vecina de la casa de un hombre “importante”, y el hombre “importante” le decía: “Quiero comprártela”. Si al hombre “importante”, que estaba a punto de comprar la casa, el hombre humilde le decía: “Págame el precio que yo considero razonable”, y si el hombre “importante” no se la compraba, este hombre “importante” no debía vengarse del hombre humilde».
Urukagina limpió igualmente la ciudad de usureros, de ladrones y de toda clase de criminales, tal como lo demuestra el siguiente ejemplo: «Si el hijo de un hombre pobre se agenciaba un estanque para la pesca, nadie le robaría su pesca ahora». Ya no había ningún dignatario que se atreviese a usurpar el jardín de la madre de un hombre pobre, despojando los árboles y llevándose los frutos, como era costumbre antes. Urukagina hizo un pacto con Ningirsu, el dios de Lagash, especificando en él que no permitiría que las viudas ni los huérfanos fuesen víctimas de los «hombres poderosos».
¿Fueron ineficaces e inútiles esas reformas? ¿Fueron, tal vez, insuficientes? Lo cierto es que no consiguieron llevar a Lagash a la victoria ni devolverle su antiguo poderío. A Urukagina y sus reformas pronto se los llevó el viento. Igual que ocurrió más tarde con otros reformadores, parece ser que Urukagina llegó «demasiado tarde» a la escena política, y con un programa demasiado restringido. Su reinado duró menos de diez años; y de la derrota que le infligiera Lugalzaggisi, el ambicioso rey de Umma, la gran ciudad rival del Norte, Lagash no debía levantarse jamás.
Sin embargo, las reformas de Urukagina y sus consecuencias sociales no dejaron de causar una profunda impresión en nuestros antiguos «historiadores». Se ha descubierto el texto de documentos que las relatan en cuatro versiones, las cuales presentan algunas variantes; se hallan inscritas en tres conos y en una placa oval de arcilla. Todos estos documentos fueron descubiertos por unos arqueólogos franceses en Tello-Lagash, en 1878, para ser luego copiados y traducidos por primera vez por François Thureau-Dangin. En la presente obra, la interpretación de las reformas de Urukagina está basada en una traducción, todavía inédita, del documento preparado por Arno Poebel.