5. Una mañana, un tiempo después

Se ocupaban en distribuir sus pocas pertenencias por cuartos y roperos, cuando alguien llamó a la puerta. Era Baldasarre. Con mal disimulado sobresalto, Rugeroni preguntó:

—Comisario, ¿qué lo trae por acá?

Baldasarre fijó los ojos, primero en la muchacha, después en su interlocutor. Eran ojos despiertos, pero afables.

—El deseo, nomás, de reanudar el trato de buenos vecinos que alguna vez, por razones profesionales, me vi penosamente obligado a interrumpir.

Fingiendo coraje, observó Rugeroni:

—Hasta el punto de sospechar de uno de sus buenos vecinos…

—Pero cuando supe que le respaldaba la coartada una persona tenida en tal alto concepto como la señorita, hoy señora, Marisa, me dije que no valía la pena insistir. Dirigí, sin perder un instante, mis cañones sobre el repartidor del mercadito, sospechoso más indefenso y, por eso, más maleable, mucho más maleable. Todo inútil. Pasé horas amargas. Yo soy un hombre a la antigua. Entre nosotros le confieso que si me impiden la picana y el cepo, haga de cuenta que tengo las manos atadas. Comprendí que en tales condiciones no quedaba opción. La única salida ética era la renuncia.

—¿Renunció?

—Renuncié. De modo que ya no hay que decirme comisario, sino Baldasarre, a secas. Aprovecho la oportunidad para comunicarle que he adquirido el fondo de comercio del mercadito, de manera que espero no sólo tenerlos de amigos, sino también de clientes. Claro que ustedes no notarán nada, porque el repartidor es el mismo. Ya les dije. Me considero un hombre a la antigua, que se encariña con la gente y con la rutina. No quiero cambios.

Rugeroni preguntó:

—¿Un cafecito?

—Me van a perdonar. Estoy visitando a la clientela. No alcanza el tiempo. Otro día será. ¿Se encuentran a gusto en el chalet?

—Muy a gusto.

—Digan después que el comisario no tenía razón.

—¿En qué? —preguntó Marisa.

—¿En qué va a ser? En que no hay ratas. Menos mal que le bastó una semana para convencerse.

—Yo no las tengo todas conmigo —dijo en broma, Rugeroni.

—Hombre de poca fe —dijo Marisa.

—Muerto el perro se acabó la rabia —dijo el comisario.

Caminando con soltura, aunque estaban abrazados, lo acompañaron hasta la galería. Lo vieron alejarse, con la bicicleta. Cuando entraron en el chalet y cerraron la puerta, oyeron un rumor inconfundible.