Tenía la respiración entrecortada porque había corrido. De nuevo llegaba tarde. Más tarde que nunca. Encontró la puerta abierta, una lámpara en el suelo, un vigilante sentado en el sillón de Melville. Preguntó:
—¿Qué pasa?
—Usted es el joven Rugeroni.
El que habló no era vigilante, sino el comisario Baldasarre, que había entrado en el escritorio por la puerta que daba al cuarto contiguo. Rugeroni repitió su pregunta.
El comisario Baldasarre era un hombre corpulento, cetrino y a juzgar por la traza, abúlico, negligente, poco dado al aseo. Parecía cansado, atento únicamente a encontrar un sillón donde echarse. Lo encontró, suspiró, cerró los ojos y volvió a abrirlos. Ahora se diría que miraba el vacío, con ojos inexpresivos pero benévolos. Contestó:
—Justamente, lo estaba esperando para hacerle esa misma pregunta.
Rugeroni se dijo: «Todavía va a resultar que sospecha de mí». Contestó con otra pregunta:
—¿Se puede saber por qué me esperaba?
El comisario suspiró de nuevo, se desperezó, respondió sin apuro. Estaba al tanto de que todas las mañanas Rugeroni concurría al chalet para tomar clases y había pensado que, por tener ese trato cotidiano y familiar con el profesor, a lo mejor podía contarle algo que orientara la pesquisa.
Más tranquilo sobre la situación personal, Rugeroni se inquietó por el profesor. No pudo averiguar nada, porque el comisario lo interrumpió:
—Si lo interpreto —dijo—, usted vino esta mañana a tomar clase, como siempre.
Los ojos del comisario se habían encapotado.
—Como siempre —repitió Rugeroni, mientras se preguntaba si el comisario se había dormido—, aunque mi estado de ánimo es muy especial.
—¿Por qué? ¿Algún presentimiento?
—De ningún modo. Estoy un poco arrepentido. Quiero pedir disculpas. El señor Melville me ha hecho un gran honor. Me comunicó una teoría suya recién inventada o entrevista, y yo se la refuté con petulancia. Como oye: con petulancia.
Los ojos del comisario despertaron, se movieron en un rápido relumbrón y se fijaron, como en una presa, en Rugeroni.
—¿No pasó nada más? ¿La disputa subió de tono? ¿Se fueron a las manos?
—¿Cómo se le ocurre? El profesor me refirió una teoría, por la que se podía averiguar la verdadera índole de nuestros sentimientos, mediante su confrontación con una rata que hay en la casa.
El comisario abrió la boca. Un poco después habló:
—Créame, joven Rugeroni, no entiendo palabra. Mejor dicho: una palabra, sí. Rata. No deja de interesar que sea usted quien la emplea y con referencia al hecho ocurrido.
—¿Cuál es el hecho?
—Le prevengo que si usted pretende desviar hacia una rata la investigación, ni yo, ni el fiscal, ni el juez, le hacemos caso. Punto uno: está probado que no hay ratas en la casa. Punto dos: no hay rata en el mundo capaz de dar tales dentelladas.
—¿De qué dentelladas me habla?
—De las que provocaron la muerte del occiso.
—¿El occiso? ¿Quién es el occiso? No me diga que le pasó algo al profesor.
—Y usted no me diga que está asombrado. Nuestra presencia acá ¿no le sugiere nada? El repartidor del mercadito se encontró a primera hora, cuando llegó al chalet, con un espectáculo verdaderamente dantesco y corrió a llamarnos. Le informo, para su gobierno, que las dentelladas en cuestión corresponden a un animal mucho más grande que una rata. Grande, por lo menos, como usted.
Los ojos del comisario se detuvieron en la protuberante dentadura de Rugeroni. Éste, para ocultarla, apretó los labios, en una reacción instintiva.
—¿Está acusándome? ¿Por qué haría yo semejante monstruosidad?
—No está probado que la hiciera. Conocemos tal vez la chispa que provocó el incendio: una disputa sobre futesas. Veamos ahora el móvil; ¿sabía usted que el profesor le dejaba la casa, para que la habitara con su novia?
—¿De dónde saca eso?
—Del propio testamento del profesor. Lo encontramos en la mesa de luz. —El comisario continuó en tono de conversación amistosa.
—¿Van a instalarse acá?
—Por nada del mundo, después de lo que pasó…
—¿Después de lo que pasó? —El comisario Baldasarre volvió a un tono de interrogatorio.
—¿No era que no sabía lo que pasó?
—Usted me lo dijo.
—¿Qué motivos tiene para no mudarse?
—Por lo menos uno: la rata. No quiero vivir con la rata. Antes dudaba de su existencia. Ahora, no.
—En la casa no hay ratas ni alimañas de ninguna especie. El cabo, un reputado especialista que trabajó en grandes empresas desratizadoras, revisó la casa, cuarto por cuarto, centímetro por centímetro. No descubrió nada.
—¿Nada?
—Nada. En cambio si yo descubriera el por qué y el cómo (una suposición), debería preguntarle a mi sospechoso si tiene una coartada.
—Ahora soy yo el que no entiende.
—Le estoy preguntando con quién estuvo anoche.
—¿Con quién iba a estar? Con mi novia.