3. Miércoles

Aquella mañana, Melville se había asomado más de una vez a la galería, no sin mirar a un lado y otro antes de volver adentro. Poco después, cuando abrió la puerta a su discípulo, exclamó:

—¡Por fin!

—¿Llego tarde para la clase?

—Hoy no hay clase. Tengo algo que contarle. No sabe con qué impaciencia estuve esperando. Es algo extraordinario.

Minuciosamente Rugeroni refirió que su chica, Marisa, lo llevó a ver una casa en venta, próxima a la estación de servicio, y que pasaron una hora larga midiendo cuartos y planeando la distribución de cama, sillas, mesa y otros muebles, mientras él repetía que no había plata y que si un día estallaba el fuego en la estación de servicio todo el vecindario iba a volar por el aire.

—Pobre chica. No ve la hora de vivir con usted —comentó el maestro—. Sin embargo, mi consejo es no precipitarse. Hasta que estén plenamente seguros de haber encontrado la casa que colme sus aspiraciones no alquilen. Ni compren, desde luego.

—Por favor, señor. Entre Marisa y yo no reunimos lo necesario para el alquiler de una casilla de perro.

—¿Qué motivo hay para descorazonarse? Todo hombre debe contar siempre con una lotería o con una herencia.

—No compramos billetes de lotería y francamente no sé a quién vamos a heredar.

—Mejor que mejor. De otro modo no tendría gracia recibir el premio. Hagan el favor de no meterse en la primera casa que vean. No se apuren. Créanme: Es importante que a uno le guste la casa en que vive.

—¿Con rata y todo, le gusta la suya?

—Con rata y todo. Y ahora me acuerdo, quién sabe por qué, de la gran noticia que le prometí. Anoche tuve una revelación. Hice un descubrimiento.

—¿Qué descubrió?

—Una llave. La llave de la conducta. No olvide la fecha de hoy.

—¿Qué fecha es hoy?

—No tengo idea. Consulte su agenda, y escriba en la página correspondiente: «En este memorable día me enteré, antes que nadie, de la piedra de toque descubierta por Melville, para saber qué impulsos, qué actos, qué sentimientos son buenos y para saber también cuáles son malos». El principio de una ética fue uno de los proyectos o sueños que nos propusimos, para meditar el día menos pensado, mis amigos y yo, en las grandes conversaciones de la juventud.

—Lo que usted descubrió es muy importante. Lo felicito, maestro.

—Tal vez habría que celebrarlo.

El discípulo repitió la frase y el maestro abrió un armarito, sacó un botellón que contenía líquido de color granate y llenó dos pequeños vasos. Brindaron.

—¿Le cuento?

—Cuente.

—Primero un poco de historia. Si bien me acostumbré a compartir este chalet con la rata, noto que el animal año tras año ocupa mayor lugar en mis pensamientos. Para que no me domine, procuro entretenerme y me pregunto, como en un juego, qué razón de ser, qué utilidad puede tener un animal tan horrible. El solo intento de encontrarle una aparente justificación me enoja.

Bruscamente se levantó de la silla y se puso a caminar (y a renguear), de un lado a otro, por el cuarto. «Ahora sí que parece un capitán», pensó Rugeroni. «O tal vez un arponero oteando el mar en busca de una ballena».

Observó Melville que justificación y orden son anhelos de nuestra mente, ignorados por el mundo físico. Se diría, además, que en la mente hay cierta vocación de inmortalidad y que el cuerpo es manifiestamente precario. De estas incompatibilidades surge toda la tristeza de la vida. Continuó:

—Pero como yo tengo la mente para pensar y me creo el centro del mundo, sigo buscando. El que busca encuentra. Anoche, eureka, tuve mi revelación y ahora puedo ofrecer al prójimo una suerte de varita de rabdomante, para que aplique a cualquier sentimiento, actividad, impulso, estado de ánimo y descubra su índole.

Le recomendó al discípulo que hiciera él mismo la prueba.

—Elija un sentimiento y confróntelo.

—¿Con la rata?

—Con la rata.

—¿Qué elijo? —preguntó Rugeroni.

—Lo que se le ocurra: amor, amor físico, amistad, egoísmo, compasión, envidia, crueldad, o el ansia de poder, o los placeres y las cosas buenas, o la ostentación, o la acumulación de riqueza. Lo que se le ocurra.

—¿Entiendo correctamente? —preguntó Rugeroni—. ¿La rata es la muerte?

—Sí, nuestra muerte, nuestra desaparición y también la desaparición de todas las cosas, gente, historia: el mundo entero.

—Lo que después de la confrontación queda mal parado, ¿es malo?

—Desde luego, aunque su querido amor propio y su prestigiosa ambición no hagan buen papel, que digamos.

—¿Y la cobardía? —preguntó Rugeroni, que sólo disponía de una inteligencia rápida cuando le tocaban el amor propio—. A lo mejor tiene la ventaja de postergar la muerte.

—Una postergación que no vale mucho —dijo Melville—, porque la rata llegará inevitablemente. La muerte, por los siglos de los siglos. ¿Qué valor acordaremos a unos días, a unos años, ante esa eternidad? Para tomarlos en cuenta hay que valorar demasiado, casi diría con exceso romántico, la existencia.

No se rindió el discípulo. Con verdadera saña (así, por lo menos, le pareció a Melville) replicó:

—Está bien, señor. Convendrá, entonces, conmigo, que si las posibles ganancias del cobarde son ridículas, con igual lógica llegaremos a la conclusión de que no es muy grave la culpa del homicida. Confrontada, por supuesto, con su preciosa piedra de toque.

Si no lo hubiera cegado la satisfacción por su gimnasia intelectual, probablemente Rugeroni habría advertido cambios en la coloración de la cara del maestro. De un carmín intenso pasó primero al amoratado y después al blanco. El mal momento duró poco. Casi repuesto, el maestro sonrió y dijo:

—Lo felicito, Rugeroni. Estoy orgulloso de usted. Su crítica ha detectado una limitación, inútil negarlo, en mi gran llave maestra de la conducta humana. Yo pensaba, evidentemente, en una humanidad compuesta de gente como usted y como yo. ¿Se figura a uno de nosotros preguntándose con la mayor gravedad si está bien o está mal que asesinemos a un prójimo? Me apresuro a confesarle que nunca tuve en cuenta a los asesinos, seres misteriosos y extraños…

—Admitirá, de todos modos, que uno le pierde un poco de confianza a su llave, o piedra de toque, o varita de rabdomante… No siempre es un instrumento exacto.

—Quiero creer, Rugeroni, que usted no busca la exactitud científica en las mal llamadas ciencias sociales. Los que pretenden elevarlas a la categoría de ciencias exactas, las desacreditan.

Rugeroni observó de pronto:

—Hoy no hemos oído la rata. Quién le dice que no se fue.

Con un dejo de ferocidad replicó Melville:

—Aunque no se la oiga, puede muy bien estar cerca.