2. Martes

A poco de comenzar la clase, oyeron el inconfundible rumor de dientes que roían. Era el mismo de la víspera, sólo que más intenso. Ahora provenía del cuarto de al lado. Comentó Rugeroni:

—Nadie creería que es una rata. Debe de ser grande.

—Muy grande.

—¿Usted la vio?

—No, no la he visto.

—Entonces, ¿cómo sabe?

—Otros la vieron.

—Y dijeron que era enorme. Mintieron tal vez.

—No mintieron.

—¿Cómo sabe?

Rugeroni se levantó y se acercó a la puerta que daba al otro cuarto.

—¿Qué está por hacer? —preguntó Melville.

—Con su permiso, abrir la puerta. Salir de dudas. Nada más fácil.

—No mintieron porque no hablaron.

—¿Por qué no hablaron? Eso es lo que yo quisiera saber —dijo Rugeroni y resueltamente empuñó el picaporte.

—No se los vio más. Desaparecieron. Dejaron de existir. ¿Entiende?

—Creo que sí.

Rugeroni soltó el picaporte y quedó inmóvil, mirando con estupor y mucha atención al maestro. Éste reflexionó, sin malevolencia: «Tiene cara de rata. ¿Cómo no lo noté antes? La cara de una rata limpia, pecosa y pelirroja. Además, qué dentadura». En voz alta preguntó:

—¿Ve esa chimenea en el horizonte? —Tomó a Rugeroni por un brazo, lo llevó hasta la ventana, señaló el mar.

—¿Ve el barco? Nos permite soñar con fugas. Un sueño indispensable para todo el inundo.