—Si fuera por mí no saldría nunca de esta casa —dijo el profesor.
Se llamaba Melville y algunos lo conocían por el capitán, no porque fuera capitán, sino porque solía renguear por la galería de su chalet de la costa, como un pirata en el puente de mando. Era un hombre viejo, ágil a pesar de la pierna ortopédica, flaco, de pelo blanco y frondoso, de frente espaciosa, de cara rasurada. Usaba corbata La Vallière. Tal vez por la corbata y el pelo tuviera cierto aire de artista del siglo XIX.
—Me atrevo a insistir, señor: un paseíto de cuando en cuando a nadie le viene mal —dijo el alumno.
Se llamaba Rugeroni. Era joven, atlético, pelirrojo, pecoso, de boca protuberante y dientes mal cubiertos por los labios. Tomaba clases para preparar las materias en que lo habían aplazado. Aunque no fuera buen estudiante, el profesor sentía afecto por él. Sin proponérselo tal vez, habían pasado de una relación de profesor y alumno a la de maestro y discípulo.
—¿Para qué salir? —preguntó el maestro—. Los días son tan cortos que apenas alcanzan para pensar, para leer, para tocar el armonio.
—Mire, señor, si por ahí empiezan a decir que se volvió maniático. Que está viejo.
—No me importa lo que digan.
—Va a sufrir en su amor propio.
—No tengo amor propio.
—Yo sí. Mucho. ¿Qué sería de un joven que se propone triunfar en la vida si no tuviera amor propio y ambición?
—¿Y por qué no pone, señor Rugeroni, una pizca de todo eso en el estudio? —observó con una sonrisa benévola el maestro—. No crea que falta mucho para los exámenes.
—Usted una vez me dijo que ni los exámenes ni la instrucción cuentan demasiado. Lo que realmente quiero es aprender a pensar.
—En ese punto quizá no se equivoca. La vida es tan corta que no hay que malgastar el tiempo. ¿Entiende ahora por qué no salgo? Aquí adentro nada me falta. El chalecito es lindo. Tiene la mejor orientación. Cuando quiero descansar me asomo a una ventana. Por ésta, del frente, veo el mar y pienso en barcos y en viajes. Los viajes imaginarios son atractivos y están libres de molestias. Si me asomo a la ventana del fondo, siento el aroma de los pinos.
—¿Qué es eso? ¿No oye? —preguntó Rugeroni.
Hubo un silencio apenas perturbado por el rumor de dientes que roían madera.
—Todas las cosas tienen su defecto —explicó el maestro—. El de este chalet es la rata.
Mirando el cielo raso preguntó Rugeroni:
—¿Está en el piso de arriba?
—Probablemente.
—¿Por qué no pone una trampa?
—Sería inútil.
—No sé por qué el rumor ese me resulta desagradable.
—A mí también —dijo Melville—. Es claro que tenemos suerte de que nos haya tocado oír el animal y no olerlo.
Después de mirar el reloj dijo Rugeroni:
—Me voy. Me espera Marisa.