Tal vez porque me gustan los libros de memorias, quiero escribir uno, pero en cuanto me pongo a recordar, me pregunto ¿a quién voy a divertir con esto? No fui a una guerra, no me dediqué al espionaje, no cometí asesinatos, ni siquiera intervine en política. Parece inevitable que mi libro consista en descripciones de estados de ánimo, como los cuentos que me traen escritores primerizos y vanidosos. Un colega me dijo: «El que se demora demasiado en examinar sus proyectos, no los ejecuta. Para escribir no hay mejor receta que escribir». No sé por qué estas palabras me comunicaron confianza. La aprovecharé para contarles un episodio ocurrido a lo largo de tres noches de 1929.
En la primera, una noche de luna, me crucé en la calle Montevideo, entre Quintana y Uruguay, con un grupo de personas que reían y cantaban. Una muchacha me llamó la atención, por su belleza, por sus facciones tan nítidas, por la blancura de la cara. Debí mirarla con algún detenimiento, porque me hizo una reverencia, más alegre que burlesca. En los días que siguieron volví, con diversos pretextos, a ese tramo de la calle Montevideo.
Por último la encontré. Se llamaba Johanna Glück, era descendiente del músico, había nacido en Austria, se había educado en Buenos Aires, mejor dicho en Belgrano, estaba casada con un viejo señor muy serio, un juez en lo penal, el doctor Ricaldoni. Esa noche, la segunda de la serie, en un hotel de las barrancas de Vicente López (el caserón de una antigua quinta, con un vasto jardín del que recuerdo un eucalipto y la vista al río) me contó que la noche que nos cruzamos en la calle Montevideo soñó que yo la robaba en un automóvil Packard. Me sentí halagado, sobre todo por mi papel en el sueño, pero también por el automóvil. La vanidad es bastante grosera.
Volvimos en tren a Buenos Aires. La acompañé hasta su casa, en la calle Tucumán. Eran casi las dos de la mañana.
—Es tarde. Ojalá que no tengas un disgusto con tu marido.
—No te preocupes —me contestó—. Yo me arreglo.
Quise creerle, aunque mi experiencia de muchacho supersticioso me enseñaba que basta ceder un instante a los halagos de la vanidad, para recibir castigo.
Al día siguiente me despertó el teléfono. La reconocía aunque hablaba en un murmullo. Me decía:
—Adiós. Nos vamos a la quinta en Pilar. Le conté todo a mi marido. Perdoname.
«Le previne», pensé con alguna irritación. «La pobre estaba tan segura. ¿Qué puedo hacer? Por ahora, nada. Esperar que se presente la oportunidad».
Como faltaba poco para los exámenes, decidí estudiar. No logré concentrarme. En realidad, no sabía qué hacer conmigo. ¿Por qué me pidió que la perdonara? ¿Al decir «adiós» me dijo «hasta la vuelta» o «adiós para siempre»? Yo no sabía que la quería tanto.
Sin duda la comunicación fue demasiado rápida y dejó demasiado por aclarar. Porque no sabía qué hacer recorrí en un diario la columna de avisos de automóviles de segunda mano. Leí: Packard 1924, 12 cilindros, estado inmejorable, $ 600, casa Landívar y un número de la calle Florida. Después miré el programa de los cines. Nada de lo que me anunciaban me atraía. En el Petit Splendid daban El Sheik, película que había visto años atrás y de la que sólo recordaba, o creía recordar, a Rodolfo Valentino, vestido de árabe, a caballo, con la heroína en ancas.
Llamó el teléfono. Atendí precipitadamente y me llevé un desencanto: no oí la voz que esperaba, sino la de un amigo, que me proponía un trabajo. La traducción del francés, para un estudio jurídico, de ciertos documentos de una querella por uso indebido del nombre de una famosa agua de Colonia.
—Pagan bien —dijo el amigo—. Cien pesos por página.
«Que se los guarden», iba a replicar, pero reflexioné que al menos por un rato ese trabajo me obligaría a pensar en otra cosa, y acepté. Después de prevenir a mi madre que no almorzaría en casa, me largué al estudio.
Revisé los documentos y pregunté:
—¿Cuándo hay que entregar la traducción?
—Hoy.
Me llevaron a un cuartito, donde había máquina de escribir y todo lo necesario, inclusive un diccionario francés-español y uno francés, de derecho y jurisprudencia. Estuve atareado hasta promediar la tarde, sin más interrupción que la de una tacita de café negro. Traduje, corregí, pasé a máquina. Entregué seis páginas. Con seiscientos pesos en el bolsillo fui lo más rápidamente que pude a la casa Landívar.
El Packard era un armatoste gris, de capot larguísimo, bordeado por dos hileras de bulones que le daban aspecto de tanque blindado. Tenía la capota como nueva y llevaba parantes laterales, o cortinas, con sus ventanitas de mica. Salí a probarlo, acompañado del vendedor, señor Vilela: criollo, moreno, petiso, flaco, huesudo, peinado con gomina, de traje cruzado. Cuando llegamos de vuelta a la agencia, me preguntó:
—¿Qué nota vas a ponerle, pibe?
—¿Al Packard? ¡Diez puntos! Pero quiero hacer una pregunta estúpida. ¿No tendrá alguna falla secreta?
—Mira, pibe, a vos no te miento. El Packard 12 es un gran auto, con una falla secreta, que todo el mundo conoce. Es gastador. Veinte litros cada cincuenta kilómetros. Yo que vos me compraba un Packard menos poderoso. Te va a salir más caro, pero más barato. No sé si me explico.
—Entonces, lo compro.
—¿Un antojo por el 12 cilindros?
—No es eso. Tengo seiscientos pesos y chauchas. El coche y la nafta.
—El antojo, pibe, es mal consejero. ¿Vas a pagar en efectivo?
—En efectivo, si me lo llevo ahora.
—Con un permiso por tres días. Mañana o pasado me llamás, nos damos una vueltita por la Dirección de Tráfico y ponemos todo en regla. Eso sí, pibe, no dejes que el Packard se te suba a la cabeza y te estrelles por ahí.
—¿Le parece que puedo largarme a Pilar?
—¿Por qué no?
—Por las lluvias de anoche.
—Bajo mi responsabilidad. El Packard 12 es un tractor para el barro.
(La historia ocurrió antes de 1930. Los caminos eran de tierra).
Si mal no recuerdo, por la avenida San Martín salí de Buenos Aires. No tardé en tomarle la mano al coche. Al principio fui más bien prudente, pero a la altura de San Miguel noté que no había auto que no dejara atrás y entré en Pilar manejando con insolencia, como si gritara: «Abran paso, acá voy yo».
Es verdad que no había a quién gritar. Toda la gente debía de estar metida en su casa: era la hora de comer. A un transeúnte solitario le pregunté dónde quedaba la quinta de Ricaldoni. La explicación resultó demasiado larga para mi capacidad de atención. Consulté a un segundo transeúnte y todavía pasé un rato dando vueltas, antes de acertar con la quinta.
Iba a decir al que me abriera: «Quiero hablar con la señora». Abrió el marido. «Mejor así», reflexioné. «Menos postergaciones». Dije:
—Quiero hablar con Johanna.
—Pase, por favor —me contestó.
Era un hombre alto, pálido, sin duda más joven de lo que yo suponía. Aunque esta circunstancia, un cambio en la situación prevista, me desconcertó un poco, reflexioné: «Mejor así. Pelearse con un viejo tiene que ser desagradable».
Pasé a un salón, creo que bien amueblado. Había una chimenea con el fuego encendido y flores en los floreros. Una escalera llevaba al piso alto.
—Vengo a buscar a Johanna —dije.
—Celebro que haya venido. A veces, hablando uno se entiende.
—Quiero hablar con ella.
—Cuando oí el timbre, bajé a abrir, porque sabía que era usted.
—¿Cómo sabía?
—Usted la conoce a Johanna. Mi mujer tiene el don de hacernos ver las personas que nos describe.
Me impacientaba la conversación y no quería oír lo que Ricaldoni iba a decirme. También me molestaba (aunque no sabía por qué) ese cuarto con sillones que invitaban a quedarse, con la chimenea y las flores, con fotografías de Johanna riendo como en la primera noche, en la calle Montevideo, a la luz de la luna. Traté de argumentar, pero la dificultad de ordenar los pensamientos me desanimó. Para concluir de una vez, dije, levantando la voz:
—Si no la llama, voy a buscarla.
—No lo haga —dijo Ricaldoni.
—¿Por qué? —pregunté a gritos—. ¿Usted no me deja? Ya verá.
—¿Qué pasa? —preguntó desde lo alto Johanna.
Estaba apoyada en la baranda de la escalera. Me pareció más linda que nunca, más pálida y muy seria. El pelo le caía sobre los hombros.
—Vine a buscarte —le grité.
Dijo:
—¿A buscarme? Nadie me preguntó si yo quería.
Hubo un silencio. Por último dijo Ricaldoni:
—Yo hablaré con el joven.
—Te lo voy a agradecer —dijo Johanna.
Se fue. Oí que cerraba una puerta.
—No entiendo —dije como un autómata.
—¿Porque usted la quiere? Nosotros también nos queremos.
Murmuré:
—Yo pensé que ella…
Al notar que yo no concluía la frase, dijo:
—Ya lo sé, y me hago cargo: debe de ser penoso. Permítame ahora que le explique cómo veo el asunto. Lo de ustedes es el impulso de un momento. No es nada, no ha pasado nada. Lo nuestro es la vida misma.
¿Le habría mentido Johanna? No supe qué pensar, pero entendí que sobre la cuestión no debía pedir aclaraciones. Alegué entonces:
—¿Y por qué lo nuestro no será un día la vida misma?
—¿Por qué no? Sin embargo, lo más probable es que para usted sea un episodio, al que seguirán otros. La vida es larga y la tiene por delante. Johanna y yo la recorrimos juntos.
«Una cantinela que debo oír por ser joven», me dije, pero también pensé que si Johanna no me quería de veras, el hombre tenía razón. Me sentí vencido y murmuré:
—Me voy.
Estaba tan perturbado que al salir de la quinta me pregunté si, para volver a Buenos Aires, había que doblar a la derecha o a la izquierda. Doblé a la izquierda. Primero pensé que era triste haber concluido así con Johanna y al rato me pregunté si no me faltó coraje. Puede ser, pero la otra posibilidad era pelear, de mala fe y como un insensato. Por cierto, después de mi llegada en el Packard (ya me veía como el sheik a caballo, seguro de raptar a la heroína), me retiraba echado por ella y por el marido (peor aún: echado paternalmente por el marido). El desenlace era doloroso para la vanidad, pero no veía cómo encontrar una solución mejor.