Se encontraron en la montañita de la plaza Roma, paraje que alguna vez tuvo encanto, a pesar de la proximidad movida y bulliciosa de la avenida Leandro Alem. Conversaron. Viviana, tan linda y joven como siempre, le dijo que trabajaba por ahí cerca, en los escritorios de alguna empresa. Olinden le refirió las dos entrevistas con el diablo.
—Nunca me contaste la del salón de baile.
—Porque no creía que fuera el diablo.
—Tenías razón, y yo tengo, por mi parte, una corazonada. Apostaría a que tu diablo es Poldnay.
—Nunca oí ese nombre.
Viviana esbozó una descripción del sujeto, seguida de estas palabras, que la resumían:
—Parece el villano de una vieja película. El comisario de algún pueblito de América latina.
—Estoy por creer que es el mismo.
—Tuvo un salón de baile en Rivadavia al 7000.
—Es el mismo. La primera vez me habló ahí. Me dejó medio convencido cuando levantó un brazo y paró la orquesta.
—Fue siempre aficionado a las bromas. Anselmi lo conoce. Iban al mismo colegio y después lo frecuentó bastante. Me dijo que era un personaje notable por la puntería para elegir negocios turbios, que le salían mal.
—¿Recordás el nombre del colegio?
—No. Cuando Anselmi lo nombra, dice «el Instituto del profesor Basile».
—¿Lo ves mucho?
—Somos amigos, pero no lo veo fuera de nuestras comidas anuales. Anselmi llevó a Poldnay al consultorio y Sepúlveda le hizo el tratamiento. —Después de una pausa, agregó:
—Qué suerte que te devolvió el alma. Es mejor no venderla, aunque no exista el diablo.
Olinden pensó: «Ya que estoy en la idea de hacer testamento, le voy a dejar todo a Viviana».
—El tal Poldnay ¿es de ese grupo de amigos bromistas que tuvo Anselmi?
—El jefe, el bastonero —contestó Viviana—. Lo que no entiendo es cómo creíste que semejante cachafaz era un ser sobrenatural.
—Sepúlveda muerto, vos inencontrable, tenía que agarrarme de algo. Un desesperado cree en cualquier cosa.
—Es verdad, en cualquier cosa.
Olinden argumentó:
—Para creer en Sepúlveda, también se necesitaba un poco de fe.
—De nuevo no entiendo —dijo Viviana, muy seria.
—Parece increíble que en esta época un médico devuelva la juventud a la gente y nadie lo conozca.
—Él siempre dijo que era un bicho raro. Me explicaba: «Somos bichos raros porque nos basta el conocimiento y la eficacia. En todas las profesiones hay algunos de los nuestros». Con relación a esta cuestión, solía citar a un famoso doctor Abreu, para quien había dos clases de médicos: los que sabían y los que sacaban premios.
—¿A Sepúlveda alguien lo reemplaza? Te pregunto por si quiero operarme.
—Una simple enfermera, que estudia medicina. O, si no, el doctor Ribero, un mediquito recién recibido. Para cualquiera de los dos, tendrás que armarte de coraje.
—¿A cuál recomendarías?
—A mí. Yo lo ayudé a Sepúlveda, en todas las operaciones. Yo le enseñé a Ribero. Operé muchas veces y nadie se murió.
—Me dijiste que lo operaste a Sepúlveda.
—Fue mi primera operación. Todavía no me había hecho la mano.
—¿Sepúlveda murió?
—Treinta años después. A lo mejor yo no te doy los cincuenta años que te daría Sepúlveda, pero sí treinta, o más. Después podrás repetir la operación. Y quién te dice, yo estaré operando como una maga.
—Para decidirme, tengo que pedirte algo. Que te vengas a vivir a casa.
—Ahora mismo.
Al rato, cuando la ayudaba en la mudanza preguntó:
—¿Por qué Sepúlveda no quiso que lo operaran de nuevo?
—Era más inteligente que nosotros. Dijo que no valía la pena.
Olinden se inclinó hacia adelante, como dispuesto a rebatir lo que había oído. Calló y por último dijo:
—No vale la pena.
—¿Qué? ¿Seguir viviendo?
—¿Cómo se te ocurre? Yo, por mí, no me voy del cine hasta que la película acabe.