Hacia la noche, cuando volvió al departamento, sin poner atención notó algo raro. Se dispuso a esperarla. Era tarde, no llegaba. De pronto hizo el descubrimiento. El orden lo había sorprendido: tal vez hubiera demasiado. Abrió el placard. Faltaba la ropa de Viviana.
Extrañaba a la muchacha. Como sujetado a algo ajeno a su voluntad no la buscó ni la llamó. A lo largo de días, meses, años, que se fueron, según él «en un descuido», aprendió idiomas; fue sucesivamente periodista, profesor en institutos particulares, traductor; practicó diversos deportes, en diversos clubes; conoció a muchas mujeres, que no le gustaron demasiado. Se decía: «Quién me manda», sin entender que lo guiaba el impulso de una inmadurez por cierto anacrónica.
En su ya largo camino, Olinden llegó a una región por la que anduvo tiempo atrás y que había olvidado: el estrecho mundo de los viejos. Volvieron los achaques, las cavilaciones, los temores, pero reaccionó: «¿Por qué tanta agitación? Lo veo a Sepúlveda y chau». Con persistencia de viejo maniático, recaía en la ansiedad. «¿Le pregunté al doctor si cuando llegara la hora podríamos repetir el tratamiento? ¿Tuve alguna atención con él? ¿Alguna vez pregunté cómo estaba? ¿Le mandé un regalo, siquiera una felicitación, de Año Nuevo? Nada. Soy un idiota. Por los malditos celos me porté como una mala persona». Resignado a oír reproches justificados, se largó a la calle Paraguay. Como en una pesadilla, miraba los números 1955 y 1959 y buscaba en vano el 1957; los otros dos, correspondían a diferentes entradas de un mismo edificio, que no era el del consultorio.
Por lo visto, nadie ahí ni en el barrio conocía al doctor Sepúlveda. Se largó a un club que por entonces frecuentaba y allá consultó diversas guías, inclusive una de médicos. En ninguna figuraba Sepúlveda. Por último, cuando ya desesperaba, un individuo que parecía más viejo que él, recordó:
—¿Sepúlveda? ¿No era un charlatán, como el que hacía llover en Villa Luro?
—Era médico.
—Lo que estoy diciendo. El médico de las curas milagrosas. Murió hace rato.
Ninguna otra información consiguió de ese viejo ni de las demás personas interrogadas. Todo parecía indicar que Sepúlveda había muerto y que nadie se acordaba de él. La investigación que emprendió para dar con Viviana resultó más corta y acaso más desalentadora.
«Esta vez hay que resignarse» pensó. Como quien se despide, visitó lugares de la ciudad, que le habían dejado buenos recuerdos. Una tarde entró en el Jardín Zoológico. Desde la infancia, no lo recorría. Pasó por el pabellón de los osos, por el de las fieras y se encontró frente a una jaulita, con un animal horrible, más feo y ordinario que un chancho, probablemente más feroz que el jabalí.
—¡Estaba seguro de encontrarlo acá! —No le hablaba el animal, como creyó en un primer momento, sino el diablo del baile de máscaras. Lo reconoció en el acto, aunque vestía un traje marrón, raído, en lugar de su disfraz de diablo. «Está idéntico», se dijo. «No le ha pasado un día». El diablo seguía hablando:
—¿O no se acuerda de nuestro arreglo? No vaya a salir con que no firmó nada. A mí usted no se me escapa, mi buen señor. Espero que lo haya pasado bien, porque le llegó la hora del viajecito a mis pagos. Así es, mi buen señor: digan lo que digan, el infierno existe. Ya verá.
Por extraño que parezca, Olinden no había vuelto a pensar en el diablo y en su pacto. Para defenderse dijo:
—Yo a usted no le debo nada.
—Sus palabras prueban lo contrario.
—¿Se puede saber por qué?
—Recuerdo, patente, lo que me dijo en aquel magnífico salón de baile: que si yo creía que iba a convertirlo en un hombre malo, me equivocaba. Sus palabras prueban que, por lo menos, lo convertí en un ingrato. Vengo a cobrar.
—No tengo nada que pagarle. A mí me rejuveneció el doctor Sepúlveda.
—¿El famoso embaucador? Usted me explicará: si no era un pobre charlatán, ¿por qué murió? ¿Por qué no echó mano de ese tratamiento que a usted le dio tan buen resultado?
—Habrá muerto en un accidente.
—Da la casualidad que murió de viejo. Diablo y todo, soy más honesto que muchos. Reconozco mi deuda con usted.
—No me diga —contestó Olinden, con fingida indiferencia.
—Se lo digo. Y más: la voy a pagar. ¿Recuerda que me preguntó para qué quería yo su alma? Tenía razón. No me sirve para nada. Se la devuelvo. Eso sí, firmamos un nuevo contrato.
—No lo dé por aceptado.
—Lo doy. Punto uno: el que manda soy yo. Punto dos: el que gana es usted.
—¿Qué gano?
—Otros cincuenta años de vida, que le doy en este acto, contra un testamento firmado ante escribano público, por el que usted me deja sus dos departamentos, el de la renta y el de su domicilio.
—¿Y vivo de las traducciones? ¿Quiere que pase hambre? Guárdese los cincuenta años.
—Realmente lo convertí en uno de nosotros. Usted es un miserable. No tiene sentido de la equidad. Le propongo un trueque generoso. Yo pago ahora, usted dentro de cincuenta años. Le exijo testamento firmado, porque no creo en su palabra. Dentro de cincuenta años, esos bienes que tanto le preocupan, no le servirán de nada, porque desde ya le digo que no voy a renovar su vida. Soy diablo y puedo ser malo.
—¿Para qué quiere los departamentos?
—Al igual que los dioses de otras iglesias, quiero ser propietario aquí abajo. Como su pago no es al contado, exijo testamento ante un escribano, que yo elegiré entre muchas personas de mi confianza. Deberé sortear dificultades. Aunque soy conocido, cuando me presente a reclamar la herencia, quién le dice que no quieran pagarme. Soy astuto: los voy a embromar. Antes de fin de semana recibirá, mediante un solo golpe de teléfono, nombre y dirección del escribano y el del pseudo-beneficiario, que será —agregó, con una risita seca— beneficiaria.
La casualidad, que nos empeñamos en excluir de la historia del mundo y que está, como Dios, en todas partes, quiso que su gira de visitas incluyera el club Regatas de Avellaneda, una isla del Riachuelo, donde en la segunda juventud había jugado al tenis. Ahí se encontró con Anselmi, que estaba jugando un single de la Liga Interclubs, por la 4.ªB de Regatas de Avellaneda, contra Deportes Racionales. Desde el otro lado del alambre tejido que rodeaba la cancha, Anselmi le gritó:
—Es el último set. No te vayas.
Para que participara en el té de los equipos, lo hicieron pasar por capitán de la 4.ª B de Regatas. Anselmi lo sentó a su lado y le preguntó qué hacía en el viejo club.
—Estoy diciendo adiós a unos cuantos lugares. Por si acaso, nomás.
—¡Qué malsano! Una vez te di la dirección de un médico. Pudiste comprobar que no era broma.
—Es verdad, pero murió.
—Desgraciadamente. Yo pensaba en otra persona, que tal vez puede hacer algo por vos. Un nuevo plazo no vendría mal, ¿no te parece?
—Desde luego.
—¿Conociste a Viviana, la enfermera?
—Es claro.
—Ya estás desconfiando —comentó Anselmi, tal vez por la manera en que Olinden lo miraba.
—No desconfío. Hacía mucho que no oía hablar de Viviana.
—Una persona espléndida.
Pensó que alguna vez fue tan celoso que una frase como ésa lo hubiera enconado. Ahora tenía ganas de dar las gracias.
—¿La ves?
—En la comida anual, en que nos reunimos algunos pacientes de Sepúlveda, que nos autotitulamos Los Sobrevivientes. Vivimos como agentes secretos, que deben disimular quiénes son. Nuestro gran descanso es hablar con entera libertad, una vez al año.
—Quién sabe si puedo esperar hasta esa comida.
—¿Por qué vas a esperar? Cuando te vea, te doy la dirección de Viviana. Acaban de nombrarme secretario y tengo en casa la lista de socios, con sus direcciones. En pago de este segundo favor, te vas a asociar al Club de Sobrevivientes. La cuota es tu cubierto en la comida anual. En la próxima, vas a ser el más joven.
—Viviana, cuando la conocí, no estudiaba medicina.
—Ahora estudia, pero en su favor hay algo más: Sepúlveda la tuvo al lado cada vez que operó y, llegado el momento, se hizo operar por ella. Es verdad que mientras lo operaba, él daba indicaciones. Muerto Sepúlveda, operó sola, a muchos de nosotros. La segunda operación, evidentemente.