Otro convenio

En los días de cama pensó, recapacitó, soñó. El viernes de su llegada debió de estar perturbado por el susto, ya que ahora no recordaba el momento en que vio por primera vez buena parte de lo que había registrado en la memoria. Por ejemplo, la clínica donde se encontraba, una suerte de hospital de campaña, con la sala de operaciones y una hilera de cubículos que daban a un corredor, en uno de cuyos extremos había un baño, y en el otro, la puerta de comunicación con el consultorio. Conformaban cada cubículo cuatro cortinas de paño grueso, de color ciruela rojiza o morada, colgadas de anillos metálicos, que se corrían o descorrían por un armazón de caños niquelados. En uno de esos cuartitos estaba su cama.

También con la secretaria, única enfermera de la clínica, le pasó algo extraño. Por teléfono, la tomó por una mujer segura de sí misma, lo que para él no era necesariamente una cualidad admirable, y cuando lo recibió el viernes, confirmó la primera impresión. Según creía, apenas la había mirado. La primera vez que la vio detenidamente, fue en sueños, cuando lo durmieron. Lo atrajo tanto que se dijo (con una palabra que despierto no solía emplear) «Aquí empieza el romance de mi vida». Pasado el efecto de la anestesia, comprobó que era idéntica a la soñada (lo que induce a pensar que ya la había observado, conscientemente o no). Se llamaba Viviana, había nacido en Tucumán, era más bien linda, de pelo castaño claro, rasgos regulares, ojos pardos, que sabían expresar la comprensión y la alegría, piel blanca, estatura mediana. Olinden no podía explicar por qué lo atraía tanto, pero no le faltaban razones: lo atendió con devoción, con eficacia, con gracia natural, aun con ternura. En cuanto la necesitaba, aparecía (Viviana tenía siete pacientes a su cuidado; es verdad que los pacientes de Sepúlveda, por lo general no sufrían «complicaciones»). De la limpieza y del servicio de comida se ocupaba otra muchacha, quizá dejada, pero buena persona.

La frase que había soñado se cumplió. A la noche, antes de apagar la luz, lo visitaba la enfermera. Le preguntaba si necesitaba algo, miraba que no faltara agua fresca en el termo, le arreglaba un poco la cama. En ese arreglo, la tercera noche, Viviana entretuvo las manos bajo las mantas y él llegó a decirse «¿No estará por?»… Un instante después la tenía encima, besándolo tan continuamente que apenas lo dejaba respirar. Tales afanes le llevaron más de una hora, y después le costó avenirse a que Viviana partiera. Quedó enamorado: una situación en que no se veía desde tiempo atrás.

Se durmió. Al otro día despertó en un estado de ánimo inmejorable y, casi en el acto, se puso a recordar. Sus primeros pensamientos fueron un cómputo asombroso. «Es claro», se dijo. «Nunca tuve una mujer que me atraiga como ésta». Sin restar méritos a la tucumana, con un dejo de incredulidad y mucha esperanza, reflexionó que no era descabellado suponer que el tratamiento estuviera actuando. No bien se abandonó a la alegría, que expresó con las palabras «Lo logré», se preguntó si lo habrían rejuvenecido para el sexo, únicamente. Tal vez no se trataba de otra cosa. «Tanta importancia dan a la vida sexual que la confunden con la vida», se dijo. «¿Qué quiere?», le preguntaría Sepúlveda, «¿que lo rejuvenezca a usted también?». Saltó de la cama, se miró en el espejo. Estaba igual a siempre, con esos manojos de pelo muerto, los ojos tristes, la palidez, la expresión estúpida y ansiosa.