La mañana era destemplada y muy gris. Entre la mole blancuzca de la Facultad de Odontología y vidrieras que le dejaron el recuerdo, sin duda falso, de bandejas donde se apilaban dentaduras postizas, caminó hacia el consultorio. Sentía una flojedad en las piernas, que atribuyó al hecho de no haber desayunado, y una inexplicable mezcla de aprensión y congoja. Aunque llevaba consigo la chequera, estaba resuelto a no empezar esa mañana el tratamiento. Se aferraba a la decisión, como a un salvavidas.
Una enfermera abrió la puerta. En la sala había una mesa con teléfono, sillas alineadas contra las paredes, un cuadro, firmado Carrière, de una mujer que parecía una momia deshilachada, una reproducción del Lacoonte.
—Tome asiento —dijo la enfermera.
—¿Hay que sacar tarjeta?
—Después me ve.
No sabía si alegrarse por no esperar que pasaran otros o preocuparse por ser el único. Ahí sentado recordó el miedo que tuvo, cincuenta y tantos años atrás, al oír que lo llamaban para dar su primer examen en Letras. Con una sonrisa forzada se decía que estaba, por segunda vez, en capilla, cuando oyó:
—Señor Olinden.
Se incorporó rápidamente y sintió un leve mareo. Entró en el consultorio.
El doctor, atento a un libro que reponía en su modesta biblioteca, le tendió una mano. Era un hombre flaco, de frente ancha, de cara angosta y pálida, de ojos grandes, febriles, oscuros. Nada en él parecía muy limpio.
—Odio trabajar en equipo —declaró con furia; suspiró y dijo:
—¡El que sólo tiene dos brazos no puede salvar a muchos! Le hablaré con toda claridad: yo elijo a mis pacientes.
—Comprendo —contestó Olinden.
Por los nervios, comprendía a medias. Se acordó de un recurso para recuperar el aplomo, que a veces daba resultado: formular una frase. La que pensó no lo tranquilizó: «Me tocó un médico anterior a la asepsia». El médico estaba diciendo:
—Bien. Le haré el planteo inevitable. ¿Qué razón me da para que le alarguemos la vida?
Se consideró estúpido por no haber previsto la pregunta. Debía decir algo, improvisar, tirar a la suerte el tan ansiado suplemento de cincuenta años. Ahora deseaba que lo aceptaran, que el tratamiento empezara esa mañana.
Sonó el teléfono. El médico atendió, giró con la silla, le dio la espalda y, encorvado sobre el aparato, mantuvo una larga conversación. A Olinden le llegaban susurros.
Se dijo: «Un llamado providencial, a condición de que yo lo aproveche». Trató de pensar rápidamente. ¿Era el sostén de una familia que iba a quedar en el desamparo? ¿O era un escritor y no quería dejar inconcluso un libro? ¿O era un hombre de ciencia y no se resignaba a interrumpir la investigación que tarde o temprano desembocaría en un descubrimiento beneficioso para la humanidad? Comprendió que no tenía coraje para formular tales embustes. La cara lo delataría. Oyó entonces palabras que lo apremiaban:
—Estoy esperando la respuesta.
Por no encontrar nada mejor, dijo lo que sentía:
—Tal vez no tenga un motivo especial. Me da pereza que se interrumpa…
—Que se interrumpa qué. ¿Su vida, su conciencia?
—Es claro, mi conciencia.
—Una respuesta adecuada. Que no me vengan a mí con grandes obras y con descubrimientos salvadores, para un mundo que tarde o temprano desaparecerá. Un deseo espontáneo, directo, como el suyo, es otra cosa. Merece atención.
No pudo menos que objetar:
—Sin embargo, doctor, usted sabe mejor que nadie que un gran descubrimiento es posible.
—¿Por lo del reloj biológico? Solamente hubo un golpe de suerte y la astucia necesaria para no desperdiciarlo. Óigame, Olinden: cada cual es dueño de hacer lo que quiera. Si pretende descubrir algo, o dejar obra, allá usted. Pero si quiere, encima, que lo apoyen, no cuente conmigo. Yo le diría «cada cual atiende su juego», como en el canto de los chicos. Está en el Eclesiastés: todo trabajo es ilusorio. Un juego para entretenerse. En cambio, cuando uno desea vivamente pone sentimiento. Algo que esté cerca de lo que podríamos llamar real. ¿Le parezco un sentimental asqueroso?
«No entiendo», se dijo Olinden, y no abrió la boca.