Un convenio

La música de Los bandidos lo entristecía. No sólo estaba triste, sino enojado, lo que en las circunstancias era un poco ridículo. Odiaba las máscaras y odiaba los bailes y ahí lo tenían en un baile de máscaras, disfrazado de diablo. Se dejó arrastrar por una mujer tonta, que no le parecía linda. O mejor dicho, por el temor de que la mujer, si no la acompañaba, encontrara a otro y se le fuera.

Cuando empezaron a bailar sintió una revulsión interna, un estallido de amor propio. «Es demasiado. No puedo», protestó, casi audiblemente. Alegó cansancio, algún dolor en el viejo esqueleto y propuso:

—Por favor, Mariana, vamos a sentarnos.

Un individuo, (¿qué hacía en la pista de baile, sin compañera, ni siquiera disfrazado?) la invitó, como si él no existiese.

—¿Me concede este vals? —dijo con untuosidad.

Mariana le concedió una serie interminable, porque las mujeres no se cansan. Acodado en una mesita, junto a su vermouth, podía seguir las evoluciones de la pareja, que aparecía y desaparecía entre las otras. «Lo malo es que no llegué a esto por amor», reflexionó, «sino por necesidad. Si la pierdo, quizá no consiga reemplazante. Voy a extrañar a Mariana, por ser la última mujer de mi vida. Nada más que por eso». Alguien se había acercado y le hablaba. Era otro diablo, más gordo y, aparentemente, no más joven. Dijo:

—¿Usted es Olinden? Tenemos amigos comunes. Permesso.

Resoplando se dejó caer en la silla desocupada. Olinden pensó, «La presencia de este individuo le dará un pretexto para no volver. Tanto mejor. Es una idiota. Basta verla zangolotearse». Desde luego estaba triste, pero no por Mariana. Por él mismo. Porque se le acababa la vida.

—Lo noto apagado —dijo el otro diablo.

Olinden lo miró. El traje, quizá de terciopelo, era de color ciruela morada. Pensó: «Una ciruela gorda. Si no suda, es un diablo de verdad». Lo miró más detenidamente. La cara, verdosa, estaba cubierta de sudor. Tenía las ojeras y las grandes patillas de los bribones latinoamericanos de las viejas películas.

—Pienso que la vida se me acaba. Estoy melancólico. ¿Le parece ridículo?

—No es ridículo, pero debe reaccionar. Ánimo. Sin optimismo yo no podría vivir un minuto.

—Siempre fui optimista.

—No parece.

La idea, tal vez, de que la comedia, su comedia, había concluido, lo indujo a la franqueza.

—Tuve un optimismo estúpido, basado en una locura. Creí siempre que alguna vez encontraría a un médico que atrasara mi reloj biológico y me alargara la vida cincuenta o cien años. A lo mejor estoy triste porque descubro que no me queda mucho tiempo para ese encuentro.

—¿Con un médico?

—¿Con quién entonces? ¿Con un curandero?

—Conmigo, sin ir más lejos.

—¿Con usted? Por si acaso le aclaro que yo no creo en los curanderos.

—No me juzgue por el aspecto. Estoy disfrazado.

—Todo el mundo, aquí, está disfrazado.

—Yo, un poquito más. Me disfracé para que no me reconozcan.

—Hasta los chicos se disfrazan para que no los reconozcan.

—Muy gracioso —dijo el otro diablo, con irritación—; pero da la casualidad que yo no soy un chico. ¿Sabe quién soy?

—¿Quién es?

—Prometa que no se va a reír en mi cara. Acerqúese. Voy a hablarle en voz baja. ¿Está listo?

—¿Para qué?

—¿Para qué va a ser? Para oír una respuesta sorprendente.

—Estoy listo.

—Soy el Diablo.

—Bueno, bueno.

—No me cree. Nada me ofende más.

—Le digo que estoy triste y se viene con una pavada.

—Mida sus palabras. Usted sabe que soy vengativo. ¿Le pruebo quién soy?

—Como guste.

Apenas agitó un brazo, paró la orquesta.

—Haga que vuelva a tocar —pidió encarecidamente.

—Impresionado, ¿eh?

El diablo agitó el brazo y la orquesta rompió a tocar. Olinden explicó:

—Una persona venía a la mesa. No tengo ganas de verla.

—Vamos por partes, como decía Basile. ¿Porque menciono a Basile se asombra? Nunca me faltaron amigos en este mundo.

«¿Quién era Basile?», se preguntó Olinden. Por contestar algo, dijo:

—No puede hacer nada. No es médico.

—Hombre de poca fe, anda con suerte y a lo mejor por cabeza dura la deja pasar. Yo, si quiere, le doy el suplemento de años que pide.

—Si le vendo mi alma.

—Si me vende su alma.

—No quiere que me ría y dice pavadas. ¿Para qué le sirve mi alma? ¿Para leña del infierno? Porque si piensa que me va a convertir en un tipo malísimo se hace ilusiones. La gente mala me parece estúpida. Además, a un hombre de mi edad, ¿quién lo cambia?

—Nadie. Tiene razón.

—¿Entonces?

—Hay cosas difíciles de explicar. En el infierno, como en el cielo, puede creerme, somos anticuados. Nos regimos por leyes que en cualquier otra parte serían absurdas.

—Y usted, de vez en cuando, se da una vueltita por este mundo, comprando almas.

—Y… sí —dijo el diablo, un poco avergonzado.

—En ese caso, no veo inconveniente.

—¿Trato hecho?

—De acuerdo. ¿Hay algo que firmar?

—Ya le dije, somos gente a la antigua. Me basta su palabra.

—¿Para cuándo el rejuvenecimiento?

—No va a tardar, créame. Vaya tranquilo.