Palabras de A. B. C.

Una mañana, mientras estaba afeitándome, recordé la frase de Bergson: «La inteligencia es el arte de salir de situaciones difíciles». Me dije que en ese momento para mí una situación difícil era la vejez, y se me ocurrió la historia de un profesor que logra aislar las glándulas de la juventud, para injertarlas en organismos decrépitos. Ese vago argumento fue el punto de partida de Historia desaforada, otro de mis cuentos satíricos. Máscaras venecianas, en cambio, nació de dos ideas casi contradictorias: el anhelo de vivir varias vidas y la imposibilidad de retener a la persona querida tal como la conocimos.

En mi opinión las ideas largamente maduradas dan buenos resultados. Cuando leí en 1936 o 1937 la Crítica de la razón pura, de Kant, lo primero que pensé fue en retratarme junto al libro, como una especie de testimonio de que lo había leído; también pensé que en sus páginas había una buena idea para un cuento o una novela. Cuarenta y tantos años después escribí El Nóumeno, que quiere ser un homenaje a Arturo Cancela, o por lo menos a un cuento de Cancela que influyó mucho en el tono porteño de mis libros: «Una semana de holgorio».

Una de las preocupaciones que me acompañaron durante la niñez fue la de tratar de imaginar el límite del universo. Me causaba un infinito asombro, no exento de temor, la posibilidad de que en algún punto del espacio el universo pudiese de pronto cesar. El cuarto sin ventanas es un tardío intento de despejar ese enigma. No creo que el chico que fui hubiera considerado mi cuento como una respuesta satisfactoria.