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Dijo a Dreyfus:

—Vamos a cargarlo de nuevo.

El cura parecía aterrorizado; silabeando, gritó:

—Monstruos.

Lo cargaron. Se debatía, rígido, casi inmóvil. Repitió:

—Monstruos.

Nevers le preguntó:

—¿Por qué nos llama monstruos?

—Me ahogo —gritó el Cura—. Me ahogo.

Lo soltaron. Volvió a emprender su lenta peregrinación hacia la celda.

—Dígame por qué se ahoga —preguntó Nevers.

El Cura no contestó.

—Vamos a llevarlo al escritorio —dijo Nevers, con firme resolución.

Lo cargaron. No era fácil llevar ese cuerpo rígido. El Cura gritaba:

—Me ahogo. Me ahogo.

—No lo suelto si no me dice por qué se ahoga —replicó Nevers.

—Las aguas quietas —balbuceó el Cura.

Lo llevaron hasta el fondo del escritorio, hasta la pared más alejada del patio. Enseguida el Cura empezó a caminar hacia la puerta, lentamente. El espanto no abandonaba su rostro.

Nevers estaba distraído. No se inquietó al sentir en la nuca la presión de unas manos débiles, como de fantasmas. Había encontrado en el escritorio una carpeta con el título: Explicación de mi experiencia; instrucciones a Enrique Nevers. Adentro había unas notas sueltas, que debían de ser el primer borrador de la explicación. Distraídamente vio que el Cura avanzaba, como una estatua, hacia la puerta del patio.