—A salvar al Cura —gritó Dreyfus; por primera vez la impaciencia se traslució en su rostro.
Nevers no tenía prisa. Ni siquiera pensaba en el Cura. Pensaba en la carta del gobernador; en las instrucciones que el gobernador decía dejarle, pero que él no había recibido. Detuvo a Dreyfus.
—El señor Castel dice que me deja la explicación de unos descubrimientos que ha hecho. Aquí solo tengo una carta y una disposición de bienes.
—Y a eso llamará explicación —replicó Dreyfus, en tono de reproche—. Corramos a salvar al Cura.
—Vamos —asintió Nevers—. Pero después yo me voy a la isla Real y aclaro el punto con De Brinon.
Ahora Dreyfus lo tomó del brazo y lo obligó a detenerse; le habló con apasionada convicción:
—No sea temerario.
Nevers lo obligó a caminar. Llegaron a la celda del Cura.
—Cate —gritó Dreyfus—. Cate si no es verdad lo que yo digo. Sabe lo que ha pasado.
Dice Nevers que, en efecto, el Cura parecía conmovido: apenas podía respirar y tenía los ojos como salidos de las órbitas.
Nevers indicó a Dreyfus que no hablara; explicó en voz baja:
—Sí, tal vez sepa. Pero mejor no decirle por si acaso. Me gustaría llevarlo al escritorio.
—¿Al escritorio? —preguntó Dreyfus, perplejo—. Pero usted sabe… no hay que sacarlos de las celdas…
—Los otros no salieron de las celdas…
El rostro de Dreyfus volvió a expresar la enigmática ironía.
—Ya veo —declaró, como si entendiera—. Ya veo. Usted piensa que estará más protegido.
Nevers se dirigió al Cura:
—Señor Marsillac —dijo con voz clara—, deseo que nos acompañe al escritorio.
El Cura pareció oír, no esa frase inofensiva: algo terrorífico. Estaba demudado, temblaba (lentamente).
—Vamos a cargarlo —ordenó Nevers—. Usted lo toma de debajo de los brazos; yo, en las piernas.
La tranquila decisión con que fueron dichas estas palabras obligó a Dreyfus a obedecer. Pero cuando cargaron al Cura, el mismo Nevers sintió pavor. Balbuceó:
—Está muerto.
Estaba rígido. Dreyfus aclaró:
—Son así.
Entonces Nevers advirtió que el Cura se movía obstinadamente, lentamente.
El esfuerzo que hacía el Cura por librarse de ellos empezaba a cansarlos. Dreyfus miró a su alrededor, como esperando encontrar a alguien que lo socorriera. Cuando llegaron al patio, el Cura gritó:
—Me ahogo. Me ahogo.
Articulaba lentamente, como si lentamente contara las sílabas de un verso.
—¿Por qué se ahoga? —preguntó Nevers olvidando que el Cura era sordo.
—No me dejan nadar —contestó el Cura.
Lo soltaron.