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Declara Nevers que una vanidosa vergüenza y un mal contenido arrepentimiento (por su conducta con el gobernador) le oscurecían la mente y que debió hacer un gran esfuerzo para entender esas páginas asombrosas; reconoce que durante un cuarto de hora, más o menos, se olvidó de vigilar al gobernador; pero afirma que su distracción no era tan grande como para que la entrada y salida de un criminal pasara inadvertida, y le concedo la salvedad, porque la lectura que lo ocupaba no era apasionante, y porque, fuera de las novelas, no son habituales estas distracciones absolutas. Estamos, pues, dispuestos a compartir su opinión de que nada capaz de impresionar imperiosamente los sentidos ocurrió antes de que él acabara de leer la disposición de bienes de Castel; lo que pasó después entra en la categoría de hechos que tuvieron un testigo; que el testigo mienta, se engañe o diga la verdad, es cuestión que sólo podrá resolverse por un estudio lógico del comportamiento de sus declaraciones.

Nevers dice que oyó unos quejidos ahogados; que hubo un momento en que los oyó casi inconscientemente, y otro en que empezó a atenderlos; que esta sucesión, aunque precisa en su mente, fue rápida. Cuando levantó los ojos, el gobernador estaba en la misma posición que tenía cuando él entró, pero con los brazos extendidos hacia delante, tambaleándose. Lo primero que pensó Nevers fue que, increíblemente, le había dado tiempo para cambiar de postura y para verlo, y se preguntó si el rostro del gobernador estaría tan amoratado y tan lívido por el horror de verlo en la celda, se preguntó esto confundiendo con sonambulismo el estado de Castel y recordando la afirmación de que es peligroso despertar a los sonámbulos. Se movió para socorrer al gobernador, aunque secretamente contenido por una inexcusable repugnancia de tocarlo (esta repugnancia no estaba relacionada con el aspecto del gobernador, sino con su estado, o mejor dicho, con la asombrada ignorancia que tenía Nevers sobre su estado). En ese momento lo detuvieron unos gritos de Dreyfus, que pedía socorro. Nevers confiesa que pensó: está ultimando al Cura; después dirá que murió, inexplicablemente, ante sus ojos. En ese cortísimo lapso se preguntó también si la actitud del gobernador se debería a un conocimiento de la situación del Cura, y cómo se produciría esa misteriosa comunicación entre los enfermos. Su indecisión duró unos instantes; en esos instantes, el gobernador se desplomó; cuando Nevers le preguntó qué le ocurría, ya agonizaba. Entonces golpearon a la puerta; la abrió: Dreyfus entró desordenadamente y le pidió que fuera a ayudarlo: el Cura se contorsionaba y se quejaba como si estuviera muriéndose, él no sabía qué hacer… por fin calló, porque vio el cadáver del gobernador.

—Créame —gritó después de una pausa, como si hubiera llegado a una conclusión—, créame —volvió a gritar, con patética alegría—, el pobre sabe, sabe lo que pasa.

—Aquí no tenemos nada que hacer —dijo Nevers tomando a Dreyfus de los hombros y empujándolo hacia fuera, sabía cuánto debía impresionarlo la muerte del gobernador—. Salvemos al Cura.

Entonces, al salir Nevers empujando a un Dreyfus súbitamente privado de voluntad, habría ocurrido otro hecho asombroso. Nevers afirma que unas manos (o que sintió que unas manos) blandamente, sin ninguna fuerza, le apretaron, de atrás, el cuello. Se volvió. En la celda estaba el cadáver.