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Nevers abrió el sobre y leyó:

«A ENRIQUE NEVERS:

»Recibir esta carta lo indignará; sin embargo, debo escribirla. Convengo en que usted me ha dado claras y repetidas pruebas de no querer ningún trato conmigo. Usted dirá que esta carta es otra manifestación de mi increíble insistencia; pero también dirá que es una manifestación póstuma, ya que me considerará apenas menos muerto que un muerto y mucho más perdido que un moribundo. Convenga en que no me queda tiempo para insistencias futuras. Escúcheme con la tranquila certidumbre de que el Pedro Castel que usted ha conocido y repudiado no volverá a importunarlo.

»Empezaré por el principio; en el principio están las actitudes del uno con el otro. Usted llegó a estas islas con un prejuicio que lo honra, dispuesto a encontrar todo aborrecible. Yo, por mi parte, había hecho un descubrimiento, y necesitaba un colaborador. Los dolores que me afligieron en estos últimos años habían progresado, y entendí que me quedaba poco tiempo de vida.

»Necesitaba una persona capaz de transmitir mis hallazgos a la sociedad. Podía irme a Francia, pero no sin antes presentar mi renuncia y aguardar a que aceptaran mi renuncia, a que llegara un reemplazante. Ignoraba si podía aguardar tanto tiempo. Luego supe que usted venía a la colonia; supe que yo tendría como ayudante al autor de Los juicios de Oléron. Le ruego que imagine mi alivio, mi júbilo, mi impaciencia. Yo lo esperaba confiado; me decía: es un hombre culto; la soledad y el invencible interés de mis descubrimientos hermanarán nuestras almas.

»Advertí, luego, que podría tener dificultades. Era indispensable hacer experimentos que involucraban indiferencia por las leyes de los hombres y hasta por la vida de ciertos hombres; o, por lo menos, que involucraban una fe definitiva en la trascendencia de mis descubrimientos. Yo sabía que usted era un hombre culto; no sabía más. ¿Consentiría en que se hicieran esos experimentos? ¿La vida me alcanzaría para convencerlo?

»Lo esperaba, pues, con una justificada ansiedad. Esta ansiedad, las ocultaciones que fueron indispensables y su prejuicio contra todo lo que había en las islas, produjeron en usted una justificada repugnancia. En vano traté de vencerla. Permítame asegurarle que ahora siento por usted una aversión muy viva. Créame, también, que si le encargo transmitir mi descubrimiento y si le dejo parte de mis bienes es porque no me queda otra solución.

»De Brinon no es capaz de transmitir el invento. Tiene habilidad manual; le he enseñado a trabajar; convendrá utilizarlo en las primeras transformaciones que se hagan; pero De Brinon es un enfermo. Consideremos a Bordenave: por su condición de liberado, Bordenave no puede salir de la colonia; por su condición de subalterno, no se hará escuchar. Yo podría confiar el invento a los amigos que tengo en Francia. Pero, hasta que la carta llegue a Francia, hasta que ellos tomen las providencias indispensables, ¿qué pasará? ¿Qué pasará con las pruebas de la validez de mis afirmaciones, con mis pruebas de carne y hueso? Mi invención es trascendental —como usted mismo advertirá— y para que no se pierda, no me queda otra alternativa que dejársela a usted; confío en que a usted no le quedará otra alternativa que aceptar un encargo hecho tan involuntariamente.

»Creía contar con cierto tiempo; muy pronto me convencí de que debía tomar una resolución inmediata. Los dolores aumentaban. Mandé a usted a Cayena para que trajera, además de los víveres y de las otras cosas que ya escaseaban en el presidio, un calmante que me permitiese olvidar el mal y trabajar. O el señor Leitao realmente no tenía el calmante —lo que es difícil de creer— o usted no quiso traerlo. Los males se agravaron hasta ser intolerables; me resolví dar yo mismo el paso que por motivos morales, les hice dar a los penados Marsillac, Favre y Deloge, el paso que, por motivos morales fundados en mentiras que usted me dijo intenté que usted diera; desde ahora ceso como hombre de ciencia, para convertirme en un tema de la ciencia; desde ahora no sentiré dolores, oiré (para siempre) el principio del primer movimiento de la Sinfonía en mi menor, de Brahms.

»Acompaño esta carta con la explicación de mis descubrimientos, los métodos de aplicación, y la disposición de mis bienes».

Nevers dio vuelta la hoja; en la página siguiente leyó:

DISPOSICIÓN DE BIENES

«En la isla del Diablo, a 5 días del mes de abril de 1914… Si el gobierno francés accede a cualquiera de las dos peticiones (a y b) que más abajo expongo, una décima parte de mis bienes deberá entregarse, como retribución de servicios prestados, al teniente de navío Enrique Nevers.

»a) Que yo, gobernador de la colonia, y los penados Marsillac, Deloge y Favre, hasta nuestra muerta sigamos alojados en estas celdas, cuidados por el liberado Bordenave, mientras viva, y, después, por el cuidador que se nombre, quien deberá observar las instrucciones que dejo al citado Bordenave.

»b) Que yo, gobernador de la colonia, y los penados Marsillac, Deloge, y Favre, seamos transportados en un barco, en cuatro cabinas pintadas como estas celdas, hasta Francia, y que allí se nos aloje en una casa que deberá construirse en mi propiedad de St. Brieux; esa casa tendrá un patio idéntico al de este pabellón y cuatro celdas idénticas a las que ahora habitamos.

»Si cualquiera de estas peticiones fuera aceptada, los gastos se pagarán con las restantes nueve décimas partes de mis bienes, que deberán depositarse…».

Siguen indicaciones para la pintura del cielo raso de las celdas (observo: las celdas de la isla no tienen techo) recomendaciones para el cuidador; amenazas al gobierno (en previsión de que éste no acceda a ninguna de las peticiones, dice enfáticamente: «responsable ante la posteridad…») y una misteriosa cláusula final: «Si después de la muerte de todos nosotros (incluso Bordenave) quedara un remanente de mis bienes, deberá entregarse a la R. P. A.». El significado de estas iniciales es un enigma que no he resuelto; lo confío a la escrutadora liberalidad del lector.