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La celda del gobernador estaba cerrada con llave. Nevers abrió la puerta cuidadosamente y entró en puntas de pie, tratando de no hacer ruido. El gobernador estaba de espaldas a la puerta; no se volvió. Nevers cree que no lo oyó entrar. No sabía si cerrar la puerta con llave o no. Finalmente decidió cerrarla con llave, dejar la llave en la cerradura y quedarse junto a la puerta. El gobernador estaba de pie, de espaldas, con relación a Nevers; de frente, con relación a la pared que daba a la celda del Cura. Giraba (Nevers lo comprobó en un detenido examen) hacia la izquierda, con extrema lentitud. Él podría correrse progresivamente hacia la derecha y evitar que el gobernador lo viera. No era por miedo que haría esto, aunque la actitud del gobernador parecía amenazadora; quería evitar explicaciones sobre su retraso en Cayena; temía que el gobernador le exigiera el paquete que le había mandado Leitao.

Sin ansiedad, con distracciones, podía seguir los lentísimos movimientos del gobernador; le oyó murmurar unas palabras que no pudo entender; dio un paso hacia la derecha y se le acercó por la espalda. El gobernador calló. Nevers quedó inmóvil, rígido; estar de pie, sin moverse, fue, bruscamente, una difícil tarea. Los murmullos del gobernador empezaron de nuevo.

Trató de oír; se acercó mucho para oír. El gobernador repetía unas frases. Nevers buscó en los bolsillos un papel para anotarlas; sacó el sobre de las instrucciones. El gobernador empezaba a decir algo y enseguida se interrumpía, perplejo. Juntando fragmentos de frases, Nevers escribió en el sobre:

La medalla es el lápiz y la lanza es el papel, los monstruos somos hombres y el agua quieta es cemento, a, b, c, d, e, f, g, h, i, j, k, l, m, n, ñ, o, p, q.

El gobernador pronunciaba las letras con lentitud, como tratando de fijarlas, como si emprendiera, mentalmente, dibujos difíciles. En el papel dibujaba «a», «b», «c», con exultación progresiva; pasaba a hacer palotes y tachaduras. Se olvidaba del lápiz y del papel que tenía en la mano; lloraba; entonaba nuevamente «Los monstruos somos hombres…» y repetía el alfabeto, con incipiente esperanza, con la exultación de la victoria.

Nevers se dijo que debía leer las instrucciones. Pero el progreso del gobernador, aunque lentísimo, lo obligó a cambiar de lugar. Acostumbrado a moverse despacio, le pareció que se había alejado de la puerta, peligrosamente. Después comprendió que en dos saltos estaría junto a ella. Imaginar que la lentitud de los movimientos fuera simulada (pensó) era una locura. El gobernador había perdido la grisácea palidez; pequeño, rosado, y con su blanquísima barba, parecía un niño desagradablemente disfrazado de gnomo. Tenía los ojos muy abiertos y una expresión de infortunada ansiedad.

A pesar de las intenciones de mantenerse continuamente alerta, ese moroso baile recíproco lo cansaba. Pensó que no importaba distraerse un poco, ya que el más tardío movimiento bastaría para ponerlo fuera de la vista del gobernador. Siguiendo esa lánguida ocupación, olvidó por momentos, que su atención no debía dirigirse tanto al gobernador como al increíble asesino que, de súbito, intervendría.

Después observó las manchas de pintura que había en las paredes y en el piso de la celda. Las paredes estaban pintadas con manchas amarillas y azules, con algunas vetas rojas. En el piso, junto a las paredes, había una guarda pintada con azul y amarillo; en el resto del piso, había combinaciones de los tres colores y grupos de sus colores derivados. Nevers anotó los siguientes grupos:

plan

La colchoneta, que estaba engarzada en la hendidura del piso, era añil, canario y púrpura. Recordó que todo el patio estaba pintado (como las paredes) con manchas amarillas y azules, con vetas rojas. La frecuencia de las vetas rojas era regular.

Esta peculiar regularidad le sugirió que detrás de todo ese tumulto de colores habría un designio. Se preguntó si ese designio tendría alguna vinculación con las muertes.