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Se asomó.

Inmenso, con la cara hinchada, mirando atrozmente hacia arriba, Favre yacía de espaldas en el piso de la celda, muerto. En las otras celdas no había novedades; el Cura y el gobernador seguían en su alarmante actitud de animales acorralados, ansiosos de huir o acometer.

Dreyfus y Nevers bajaron, abrieron la celda de Favre (estaba cerrada con llave) y entraron. El examen del cadáver los llevó a suponer que Favre había muerto por estrangulación, después de una lucha violenta.

Nevers estaba deprimido. Su presencia no molestaba al criminal. ¿Cómo oponerse a un hombre que estrangula a sus víctimas a través de las paredes de una cárcel? ¿La serie había concluido en Favre? ¿O faltarían aún los otros enfermos? ¿O faltaban todos los habitantes de la isla? Pensó que no era imposible que, desde alguna parte, los ojos del asesino lo vigilaran.

—Vamos a las celdas —ordenó con un brusco mal humor—. Usted se mete en la del Cura y yo en la de Castel. No quiero que los maten.

Tenía una deuda con el gobernador y ahora debía protegerlo. Dreyfus lo miró, indeciso. Nevers se desató el cinto con la pistola, y se lo dio.

Tome un trago, le dijo. Enciérrese en la celda del Cura y camine de un lado a otro. Con el movimiento y el ron se le pasará el frío. Con la pistola se le pasará el miedo. Si llamo, corra.

Se estrecharon la mano y cada uno se fue a la celda que debía vigilar.