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Había que salir de esa indolencia —escribe—. Para ganar tiempo (no tenía ningún plan) decidí registrar conscientemente la isla. Cuando empezó a hablarle a Dreyfus, ya vio los peligros de su proposición y cambió la palabra «isla» por la palabra «casa». Tal vez no fuera prudente alejarse de las celdas; alejarse uno de otro, a esas horas de la noche, por los oscuros matorrales, era temerario.

Empezaron por el despacho de Castel. Dreyfus miró debajo del sofá, detrás de las cortinas, adentro de un ropero. Si el criminal nos veía —comenta Nevers— perdíamos su respeto. Se quedó inmóvil junto a la puerta, dirigiendo los movimientos de Dreyfus, sin desatender el patio y el pabellón central. Después fueron al cuarto que Dreyfus llamaba «el laboratorio». Eran grande, pobre, sucio y devastado; a Nevers le recordó la sala maloliente donde M. Jaquimot operaba a los perros y a los gatos de las solteronas de Saint-Martin. En un rincón había unas alfombras y dos o tres biombos; todos estos objetos estaban pintados como las celdas y como el patio. Nevers los comparó con la paleta de un pintor y dijo no sé qué vaguedades sobre la analogía entre las cosas (que sólo existía en quien las miraba) y sobre los símbolos (que eran el único modelo que tenían los hombres para tratar la realidad).

—¿Qué significa eso? —preguntó, señalando los biombos.

Pensó que tal vez sirvieran para hacer experimentos con la vista de los enfermos (¿daltonianos?). Dreyfus pensaba de otro modo:

—Locura del cerebro —repetía, tristísimo—. ¿Usted sabe lo que hace? ¿Lo que ahora mismo está haciendo? En toda la noche no suelta un lápiz y un papel.

—¿Un lápiz azul y un papel amarillo? Lo he visto. ¿Qué hay de inquietante en eso?

Nevers se preguntó qué ocurriría en las celdas.

—Nada causa tanta gracia como un loco —Dreyfus convino, sonriendo—. Pero el señor gobernador da lástima. Ni los mejores bufos del circo. Ahí ronda declamando como un desmemoriado no sé qué vesanias de mares quietos y de monstruos, que de pronto se vuelven alfabetos. Entonces le sube el entusiasmo y se pone a fregar con el lápiz el papel. Para mí que se imagina que escribe.

—Esta busca es inútil —declaro Nevers—. Perdemos tiempo.

Iba a decir que miraran las celdas; cambió de idea. Demostraría que no estaba asustado. Habló con una voz plácida:

—El asesino puede seguir nuestro recorrido, atrás o adelante. Así nunca lo encontraremos. Debemos separarnos y emprender cada uno el trayecto en sentido contrario, hasta encontrarnos.

Dreyfus estaba visiblemente impresionado. Nevers conjeturó: se quedará en silencio o dará alguna excusa. Se quedó en silencio. Nevers no insistió. Tuvo un gran afecto por Dreyfus, y, con genuina compasión, notó una vez más su mojadura y su temblor. Dreyfus debió adivinar estos sentimientos.

—¿Puedo mudarme? —preguntó—. Me pongo la ropa seca y vuelvo en dos minutos.

Si estaba decidido a pasar unos minutos solo —admite el mismo Nevers— debía de sentirse muy mal.

Pero él quería volver inmediatamente a las celdas.

—¿Hay algún alcohol para beber? —preguntó.

Dreyfus contestó afirmativamente. Nevers le hizo tomar medio vaso de ron.

—Ahora nos vamos arriba, a ver a los enfermos.

Llegaron a los caminos que hay sobre el patio. Dreyfus iba adelante. De pronto se detuvo; estaba pálido (con esa palidez grisácea de los mulatos) y casi sin mover los músculos de la cara dijo:

—Otro muerto.