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Su primera preocupación fue postergar el momento de ver a Deloge, el momento en que ese cadáver entraría, con atroces detalles, en su memoria. Dijo con autoridad.

—Ante todo, una visión de conjunto. Subamos.

Pasó por el escritorio; como en un sueño se vio mirando esos muebles viejos, diciéndose que la tragedia que le reservaban las islas de la Salvación, por fin había acaecido, y que él sentía un gran alivio; sin ningún alivio, trémulo, subió la escalera, avanzó por las galerías que hay sobre el patio y llegó hasta las celdas. Miró hacia abajo.

Era como si hubiera una comprensión telepática entre esos hombres. Como si supieran que algo espantoso había ocurrido; como si creyeran que eso mismo ocurriría a cada uno de ellos… Sus posturas (sus imperceptibles movimientos) eran de hombres que aguardan un ataque; quietos, merodeaban agazapados, como en un lentísimo baile, como en fintas contra un enemigo, contra un enemigo invisible para Nevers. Improvisó, otra vez, la hipótesis de la locura. Se preguntó si enfermos de una misma locura tenían simultáneamente, las mismas visiones.

Después se fijó en el muerto. Deloge estaba acostado en el suelo, cerca de una de las paredes de la celda, con la blusa despedazada y con unas manchas atrozmente oscuras en el cuello.

Volvió a mirar a los otros. Así, en actitudes belicosas, parecían patéticamente indefensos. Nevers se preguntó qué odio justificaría la persecución y el asesinato de esos inválidos.

Dreyfus lo observaba inquisitivamente; empezó a caminar hacia la azotea. Nevers lo siguió. Bajaron; pasaron por el escritorio, por el patio.

En ese terrible momento se veía como desde afuera y hasta se permitió bromear consigo mismo: atribuyó —sin mucha originalidad— los «camouflages» del patio a un tal Van Gogh, un pintor modernista. Pensó que después él mismo quedaría en su memoria como en un infierno, haciendo bromas imbéciles en ese pintarrajeado patio de pesadilla y caminando hacia el horror. Sin embargo, cuando llegaron a la puerta de la celda tuvo suficiente calma para preguntar a Dreyfus:

—¿La puerta está con llave?

Dreyfus, temblando de miedo o de frío (había tanta humedad que no se le había secado la ropa) contestó afirmativamente.

—Cuando murió Deloge, ¿también estaba con llave?

Dreyfus volvió a contestar que sí.

—¿Hay otra llave además de la suya?

—Cómo no; en el escritorio, en la caja de los caudales. Pero la única llave de la caja de caudales está en mi poder, desde que el señor gobernador enfermó.

—Está bien. Abra.

Esperaba participar de la energía de sus palabras. Tal vez lo consiguió un poco. Entró resueltamente en la celda. En el pelo y en la cara del cadáver estaba seco el sudor. La blusa despedazada y las marcas en el cuello eran, aun para un inexperto como él, evidentes rastros de pelea.

Afirmó, no sin alguna complacencia:

—Indudablemente: asesinato.

Se arrepintió. Debía ocultarle esa idea a Dreyfus. Además —trata de justificarse— para Deloge el asunto ya no tenía importancia… y no debía permitir que este infinito sueño de la isla del Diablo me retuviera; debía evitar cuidadosamente toda posible postergación de mi regreso a Saint-Martin, a mi destino, a Irene. La investigación del crimen sería larga… Tal vez ya fuera tarde.