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Desde afuera había oído un alegre estrépito. Al abrir la puerta se encontró con una opresiva oscuridad donde temblaban, en el silencio y en el hedor tres velas amarillentas. Junto a una de las velas brillaba esa cara de expresión reconfortante. De Brinon levantó la cabeza; en su mirada había inteligencia; la sonrisa era franca. Contestó:

—¿Qué quiere?

Dice Nevers que tuvo la impresión de que la distancia que lo separaba de De Brinon había desaparecido y que la voz —atrozmente— sonaba a su lado. Dice que llama voz al sonido que oyó porque, aparentemente, De Brinon es un hombre; pero que oyó el berrido de una oveja. Un berrido asombrosamente articulado para una oveja. Añade que parecía una voz de ventrílocuo imitando a una oveja y que De Brinon casi no abría la boca al hablar.

—Soy De Brinon —continuó la extraña voz y Nevers la reconoció: era una de las voces que oyó en la cabaña de la isla del Diablo, la noche de su fuga—. ¿Qué quiere?

Podía adivinarse que el tono era amable. Una alegría pueril brilló en esos ojos despiertos. Nevers sospechó que De Brinon era un atrasado mental.

Empezó a ver en la oscuridad de la sala. Había cuatro presidiarios. Le pareció que lo miraban torvamente. No había ningún carcelero. Desde su última visita, el desorden y la suciedad habían aumentado. De Brinon operaba la cabeza de un enfermo y tenía las manos y las mangas empapadas en sangre.

Nevers trató de hablar con voz firme:

—Quiero las instrucciones que dejó para mí el señor gobernador.

De Brinon frunció las cejas, lo miró con gran vivacidad, se congestionó.

—Yo no sé nada de las instrucciones que me dejó el señor gobernador. No sé nada.

Empezó a retroceder como un animal acorralado. Nevers sintió valor ante ese enemigo; olvidando a los otros hombres que lo miraban desde la penumbra, dijo secamente:

—Deme esas instrucciones o le disparo un balazo.

De Brinon dio un alarido, como si ya lo hubiera alcanzado el balazo, y empezó a llorar. Los hombres huyeron tumultuosamente. Nevers avanzó con la mano estirada.

El otro sacó del bolsillo un sobre y se lo entregó aullando:

—Yo no tengo nada, yo no tengo nada.

En ese momento entró Dreyfus. Nevers lo miró, alarmado; pero el rostro de Dreyfus estaba impávido; sin alterar esa impavidez, los labios se movieron:

—Apresúrese, mi teniente —Nevers oyó la voz sibilante y bajísima—. Ha ocurrido algo grave.