¿O el gobernador será el culpable de todo esto? No parecía posible: él era uno de los «enfermos». Sin embargo —continúa Nevers— hay quienes se operan a sí mismos; quienes se suicidan. Tal vez los haya dormido, y se haya dormido, por un tiempo largo; quizá por años; quizá hasta la muerte. Sin duda Dreyfus les da (consciente o inconscientemente) alguna droga. Quizá —pensó ya en pleno furor conjetural— esa droga produce dos tipos alternados de sueños, que corresponden a nuestro sueño y a nuestra vigilia. Uno de reposo: estos pacientes lo tienen durante el día; otro de actividad: lo tienen de noche, que es más vacía que el día, menos rica en hechos capaces de interrumpir el sueño; los pacientes se mueven como sonámbulos, y su destino, por ser soñado, no ha de ser más espantoso, o más incalculable, que el de los hombres despiertos; tal vez sea más previsible (aunque no menos complejo) pues depende de la historia y de la voluntad del sujeto. De estas pobres elucubraciones, Nevers pasa a no sé qué fantasía metafísica, evoca a Schopenhauer, y, pomposamente, narra un sueño: le han tomado un examen y él espera el veredicto de los examinadores. Lo espera con avidez y con terror, porque de ese veredicto depende su vida. Nevers observa con perspicacia: sin embargo, yo mismo daré el veredicto, ya que los examinadores, como todo el sueño, dependen de mi voluntad. Concluye ilícitamente: Tal vez todo el destino (las enfermedades, la dicha, nuestra apariencia física, el infortunio) dependa de nuestra voluntad.
Mientras pensaba esto, la presencia y la expectativa de Dreyfus le incomodaban. Tenía que decidir su conducta inmediata; empezó por ganar tiempo.
—Vamos al escritorio —dijo con voz que debía ser autoritaria y resultó aflautada.
Bajaron de la azotea, cerraron la puerta y Nevers se sentó en el sillón giratorio, frente a la mesa de trabajo, en el despacho del gobernador. Con ademán solemne, indicó a Dreyfus que se sentara. Dreyfus, visiblemente impresionado se sentó en la punta de la silla. Nevers no sabía de qué hablarían, pero tenía que hablar seriamente si quería hacerse cargo de la situación, y Dreyfus esperaba eso de él. Se sintió inspirado; disimulando apenas el entusiasmo, preguntó:
—¿El gobernador me ha dejado instrucciones?
—Con toda verdad —repuso Dreyfus.
—¿Las tiene usted?
—Las tiene el señor De Brinon.
—¿Dónde está el señor De Brinon?
—En la isla Real.
Esto era sólo el simulacro de un diálogo, y Nevers se distraía mientras le contestaban. Contemplaba un vaso, o urna romana, que había sobre el escritorio. En el friso, unas bailarinas, unos ancianos y un joven celebraban una ceremonia per aes et libram; entre ellos una muchacha yacía, muerta.
—¿Cómo ir a la isla Real?
—Contamos con un bote. Además, está su lancha.
Nevers no se avergonzó de su pregunta. Tranquilamente pensó que la muchacha del vaso habría muerto en la víspera de las bodas. Sin duda esa urna había contenido sus restos. Tal vez los contenía aún. La urna estaba cerrada.
—Pero esta noche yo no movería ni el dedo, mi teniente. Yo no iría hasta mañana.
En el tono de Dreyfus había ansiedad. Nevers se preguntó si era verdadera o fingida.
—¿Por qué no iría hoy?
Nevers quería saber si el vaso contenía algo, y se levantó para sacudirlo. Dreyfus atribuyó el movimiento de Nevers a la solemnidad de lo que decían.
—Sea legal, mi teniente —exclamó—. Deje para mañana el viaje, y esta noche le narraré por qué usted hizo lo a propósito.
Nevers no respondió.
—Yo no me pondría bravo —continuó Dreyfus, con su más sugerente dulzura—. Si fuera usted, yo hablaría conmigo y trazaríamos un plan y me pondría a esperar a ese capitán que usted dice que vendrá.
Nevers resolvió ir inmediatamente a la isla Real. Temía haber sido injusto con el gobernador y ahora quería tener la deferencia de interesarse por las instrucciones que le había dejado; su regreso, argumenta, quizá produjera una conveniente confusión entre los amotinados.
—¿Se queda o viene? —preguntó.
Fue una interrogación hábil. Dreyfus ya no protestó; su pasión fue no dejar a los enfermos.
Nevers salió del pabellón y bajó hasta el árbol que le servía de amarradero. Subió a la lancha, muy pronto llegó a la isla Real. Lamentó no haber atracado más cautelosamente. Ningún guardia lo recibió. Se preguntó si triunfar tan hábilmente de Dreyfus no había sido una desgracia. La isla estaba a oscuras (a lo lejos, en el hospital y en la administración, había unas pocas luces). Se preguntó por dónde empezaría a buscar a De Brinon. Decidió empezar por el hospital.
Mientras subía la cuesta creyó ver dos sombras que se escondían entre las palmeras. Pensó que era conveniente caminar despacio. Caminó muy despacio. En seguida comprendió el suplicio que había elegido… Durante un tiempo que le pareció largo pasó entre los desnudos troncos de las palmeras, como en un sueño atroz. Por fin llegó al hospital.
Allí estaba De Brinon. Nevers no tuvo un momento de duda. Era la primera vez que veía a ese joven atlético, de cara despierta y franca, de mirada inteligente, que se reclinaba, abstraído, sobre un enfermo. Ese joven tenía que ser De Brinon. Nevers sintió un gran alivio. Preguntó (no porque le interesara la respuesta; para empezar a hablar):
—¿Es usted De Brinon?