Caminó hasta la baranda y miró hacia abajo: el pabellón sin techo que había en el centro, el patio y las paredes que rodeaban el patio, estaban cubiertos de intensas manchas coloradas, amarillas y azules. Delirium tremens, pensó Nevers. Agrega: Parecía que alguna persona de gusto aborrecible hubiera decorado el patio para una fiesta y recordó «El infierno», un melancólico dancing de Bruselas, donde conocimos a un interesante grupo de pintores jóvenes.
Siguió por la galería, al borde del pabellón sin techo, se detuvo; después de un momento de irresolución, avanzó por el canto de la pared. Cruzar de una galería a otra (siguiendo el canto de la pared, por encima del pabellón) no era difícil. Pensó que debía caminar sin detenerse, hasta llegar al otro lado; se detuvo. Se olvidó, por fin, de sí mismo. En los primeros momentos de esa visión abominable debió de sentir algo parecido al vértigo, o a la náusea (pero no era la falta de baranda lo que originaba esas sensaciones). Las celdas estaban pintarrajeadas; no tenían otra abertura que la del techo, las puertas se disimulaban en las manchas de las paredes; en cada celda estaba parado un «enfermo»; los cuatro enfermos con los rostros pintados, como cafres blancos, con pintura amarilla en los labios, con idénticos pijamas rojos a rayas amarillas, y azules, estaban quietos, pero en actitud de moverse, y Nevers tuvo la impresión de que esas actitudes dependían entre sí, formaban un conjunto, a lo que llaman, en los Music Halls, un cuadro vivo (pero él mismo agrega: no había ninguna abertura por la que pudieran verse de una celda a otra). Sospechó que estuvieran representando, que todo fuera una broma inescrutable, para confundirlo o distraerlo, con designios perversos. Resolvió encarar inmediatamente a Castel. Con una voz que no dominaba, gritó:
—¿Qué significa esto?
Castel no respondió; ni la más leve contracción en el rostro delató que hubiera oído. Volvió a gritar. Castel siguió imperturbable; todos los enfermos siguieron imperturbables.
Advirtió que habían cambiado de postura; durante unos segundos creyó que todos habían cambiado de postura bruscamente, cuando él miraba al gobernador; luego descubrió que se movían, pero de un modo casi imperceptible, con lentitud de minutero.
—Es inútil que grite —advirtió Dreyfus—. No oyen, o no quieren oír.
—¿No quieren oír? —preguntó Nevers con detenido énfasis—. Usted dijo que simulaban. ¿Están enfermos o no?
—A las claras, Pero yo he departido con ellos, y sin gritar —lleve la cuenta—, sin levantar la voz. Y de pronto no me oían, como si hablara en turco. Era insignificante que gritara. Yo me ponía airado: creía que se mofaban de mí. Nunca llegué a inventar que era yo el que había perdido la voz, mientras mis alaridos me ensordecían.
—¿Están locos?
—Usted sabe cómo se vira el cristiano muy decaído por la enfermedad y las fiebres.
Parecía increíble estar cuerdo y estar viendo a esos hombres, como cuatro figuras de cera formando un cuadro vivo desde cuatro celdas incomunicadas. Parecía increíble que el gobernador hubiera estado cuerdo y hubiera pintado las celdas con esa caótica profusión. Después, Nevers recordó que en los sanatorios para nerviosos había piezas verdes para calmar a los enfermos, y piezas rojas para excitarlos. Miró las pinturas. Predominaban tres colores: el rojo, el amarillo y el azul, había además combinaciones de sus variantes. Miró a los hombres. El gobernador, con un lápiz en la mano, repetía palabras casi ininteligibles y pasaba lentamente de la perplejidad a la desesperación y de la desesperación al júbilo. Favre, más gordo que nunca, lloraba sin mover el rostro, con la definitiva fealdad de las estatuas burlescas. El Cura representaba el papel de fiera acorralada: con la cabeza baja y espanto en los ojos, parecía merodear, pero estaba inmóvil. Deloge sonreía vanamente, como si estuviera en el cielo y fuera un bienaventurado (ínfimo y pelirrojo). Nevers sintió la presencia vaguísima de un recuerdo, y un definido malestar; después vio ese recuerdo: una pavorosa visita al Museo Grevin, a los ocho años.
En las celdas no había camas, ni sillas, ni otros muebles. Preguntó a Dreyfus:
—Me imagino que les ponen camas para dormir.
—De ningún modo —Dreyfus respondió implacablemente—. Es orden del gobernador. No les arrima nada. Para entrar en las celdas me enfundo un pijama como el de ellos.
Nevers no escuchaba.
—Será orden del gobernador —murmuró—. No de un ser humano. No estoy dispuesto a acatarla.
Pronunció claramente las dos o tres últimas palabras.
—Duermen en esas colchonetas —aclaró Dreyfus.
Nevers no las había percibido. Estaban calzadas en el piso y pintadas de tal modo que se confundían con las manchas.
Sintió asco; miedo no. Esos cuatro hombres parecían inofensivos. En lo que él mismo califica de fugaz locura, imaginó que estaban bajo la influencia de algún alcaloide y que Dreyfus era el organizador de todo. Los propósitos que perseguía Dreyfus, y lo que esperaba de él, no fueron revelaciones de esa locura.