—Si quiere verlos, pase.
Dreyfus abrió una puerta y quiso que Nevers pasara primero; éste dijo; «lo sigo» y, con disimulo, consciente de su ineficacia y teatralidad, empuñó el revólver. Atravesaron un escritorio grande, con viejos sillones de cuero y una mesa con montones de libros y de papeles en impecable orden. Dreyfus se detuvo.
—¿Cree usted prudente ver ahora al señor Castel? La situación de la isla es grave. Yo no perdería tiempo.
—Obedezca —gritó Nevers.
Dreyfus le hizo una cortés indicación de que pasara adelante; accedió, se arrepintió de haber accedido, subió una escalera y, en lo alto, se detuvo frente a una puerta; la abrió; salieron a una azotea y a un cielo estrellado y remoto. Hacia el centro de la azotea había una amarillenta lamparita de luz eléctrica.
—No haga ruido —aconsejó Dreyfus—. Ahora los veremos.