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27 a la tarde.

No era todavía de noche cuando Nevers llegó a las islas. Alguien le hacía ademanes desde la isla del Diablo. No contestó: el mar estaba revuelto y Nevers no se atrevió a soltar el timón. En seguida pensó que al no darse por aludido confirmaba su fama de astuto. Dejó que las olas acercaran un poco la Bellerophon a la isla del Diablo. El hombre de los ademanes era Dreyfus. Después de la inescrutable aventura de la choza de Deloge, Nevers desconfiaba de todo, aun de Dreyfus. Sin embargo tuvo un gran alivio al reconocerlo e impulsivamente lo saludó, agitando el brazo. Ese ademán (creyó) lo comprometía a atracar en la isla del Diablo. Dreyfus estaba en las barrancas del Sudoeste, donde siempre había atracado Nevers. Y con repetidos ademanes le indicaba la dirección del embarcadero; pero él atracó debajo de las barrancas, junto al árbol que se extiende sobre el mar. Dreyfus se adelantó abriendo los brazos.

Nevers pensó que el recibimiento era auspicioso, que no se había equivocado al regresar a las islas y, por fin, que había perdido su atracadero secreto.

—Enhorabuena —gritó Dreyfus—. No sabe cómo lo espero.

—Gracias —dijo, conmovido, Nevers; después creyó oír en la voz de Dreyfus un tono que le sugería una nueva interpretación para el recibimiento. Preguntó:

—¿Ocurre algo?

—Lo que nos atribulaba —suspiró Dreyfus. Miró alrededor y continuó—: Hay que poner tino en lo que se habla.

—¿Se enfermó el señor gobernador? —preguntó Nevers, como si todavía creyera en los ataques, como si no hubiera sucedido el irrefutable episodio de la choza de Deloge.

—Enfermó —dijo Dreyfus, increíblemente.

Nevers concibió a Dreyfus dirigiendo todo. Organizando la aniquilación de todos. Pero no debía distraerse en imaginaciones fantásticas; tal vez tendría que enfrentarlas.

El viento se había calmado. Se envaneció afirmando que la seguridad y firmeza de la tierra eran virtudes que sólo apreciamos nosotros, los marinos. Caminaron cuesta arriba, hasta el bosquecito de palmeras. Se detuvo; no tenía urgencia en llegar al pabellón central, en llegar a todas las situaciones enojosas que tendría que resolver. Preguntó sin inquietud.

—¿El capitán Xavier Brissac ha llegado?

—¿Quién?

—El capitán Xavier Brissac.

—No. Aquí no ha llegado nadie.

—¿Tampoco lo esperan?…

—Yo no sé…

No tenía por qué saber, pensó Nevers. Sin embargo (escribe) apenas reprimí esta locura: Dreyfus ignoraba la próxima llegada de Xavier, porque la próxima llegada de Xavier jamás ocurriría. Todo lo había inventado yo, en la desesperación por irme. Pero ya era bastante malo que el barco de Xavier se hubiese demorado

—¿Y usted cree que vendrá ese capitán?

—Estoy seguro.

—Sería muy bueno. Somos pocos.

—¿Pocos? ¿Para qué?

—Usted no ignora la situación de las islas. El gobernador se enfermó hace días; estamos sin gobierno.

—¿Teme algo?

—Tanto como temer, no. Pero tal vez su capitán llegue tarde.