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Se aproximaba la fecha del regreso, y Nevers perdía interés en los misterios de la isla del Diablo, sentía ansiedad por irse, por verse definitivamente libre de la obsesión de esos misterios. Estaba resuelto a partir en el mismo barco en que llegaba Xavier; el 26 estaría en Cayena; el 27 regresaría a las islas, con Xavier; el 29 se iría a Francia. Pero antes ocurriría la noche del 24; la noche que debía pasar en la isla del Diablo.

Urdió precauciones para esa noche inevitable: ataría el bote a la Bellerophon, lo llevaría a remolque hacia el árbol, donde siempre había desembarcado, y después iría en la lancha hasta el embarcadero de la isla. Si fuera necesario huir, tendría el bote en un lugar seguro. Cambió el plan: era mejor dejar la Bellerophon en el lugar secreto y llegar en el bote al embarcadero. Para una huida la lancha era más útil.

El 24, a las siete y media de la tarde, tomó la Bellerophon y desembarcó debajo del árbol. Subió la barranca, atravesó el bosquecito de palmeras y caminó hasta el pabellón central. Golpeó las manos; nadie contestó; quiso entrar; la puerta estaba cerrada. Regresaba, cuando se encontró con Dreyfus, que parecía venir del embarcadero.

—¿Dónde ha desembarcado? —preguntó Dreyfus—. Estoy aguardándolo desde las seis. Ya creí que no venía.

—Hace rato que golpeo a la puerta. Casi tengo ganas de irme.

—Aquí están muy atareados. El señor gobernador lo aguardó hasta hace un rato. ¿Dónde desembarcó?

Nevers hizo un ademán en dirección al embarcadero.

—¿Para qué me llaman? —preguntó.

—No sé. El señor gobernador le ruega que duerma esta noche en la cabaña de Favre. Mañana le apañaré un cuarto en el pabellón central.

—¿Favre está enfermo?

—Sí.

—¿Están enfermos el Cura, Julien y Deloge?

—¿Cómo sabe que Deloge está enfermo?

—Cómo lo sé, no importa. Importa que me traigan aquí para contagiarme. Que me hagan dormir en esa choza, para que no pueda salvarme del contagio.

Fueron hasta la choza. Todo estaba muy limpio, muy bien preparado. Nevers pensó que era difícil conseguir buenos sirvientes y que debía tratar de llevarse a Dreyfus a Francia. Dreyfus le dijo:

—Como estuve a su espera, no puede ocuparme de la cocina. Le traeré la comida a las nueve. Usted perdone.

Nevers había llevado un libro de Baudelaire. Entre los poemas que leyó, menciona «Correspondances».

De nueve a nueve y media estuvo casi tranquilo, casi alegre. La comida era excelente y la presencia de Dreyfus lo confortaba. Cuando se quedó solo, volvió a leer. Poco antes de las once apagó la luz y fue a pararse a la puerta. Pasó mucho tiempo. Tenía sueño y cansancio. Pensó que había pasado tanto tiempo, que podía considerarse libre por esa noche, y que podía acostarse. Antes miraría la hora. Encendió un fósforo. Habían pasado catorce minutos. Se recostó contra la puerta. Estuvo así muchísimo tiempo. Afirma que se le cerraban los ojos.

Abrió los ojos: todavía a cierta distancia, dos hombres caminaban hacia él. Se metió adentro y enseguida pensó que tenía que salir y esconderse entre los árboles. Pero los hombres lo verían salir. Estaba en una trampa. Después intentó y logró salir por la ventana (con dificultad, era muy chica). Se quedó mirando; no por curiosidad: tenía tanto miedo que no podía moverse.

Los hombres entraron en la choza. El menos alto se inclinó sobre la cama. Nevers oyó una exclamación de ira.

—¿Qué hay? —preguntó una voz rarísima.

—Encienda un fósforo —dijo la voz conocida.

Nevers huyó hacia la lancha.