16 de abril.
A las doce, como en las noches anteriores, abrió la puerta de su cuarto, escuchó, caminó por el oscuro corredor. Bajó la crujiente escalera, pretendiendo no hacer ruido, oír. Pasó por el despacho, por el vestíbulo enorme y con olor a creolina. Abrió la puerta: estuvo afuera, en una noche bajísima, cubierta de nubes.
Caminó en línea recta, después dobló hacia la izquierda y llegó a un cocotero. Suspiró; trémulo, trató de oír si alguien había oído el suspiro. Caminó silenciosamente; se detuvo en otro árbol; volvió a caminar; llegó a un árbol de ramas bajas, extendidas sobre el agua; entre las ramas, vio la forma de un bote, y, alrededor, espumas espectrales que se deshacían y rehacían en la negrura reluciente del mar. Pensó que se oirían los golpes de los remos, pero que debía remar enseguida, que no podía exponerse a que la corriente lo llevara a lo largo de la costa. Subió en el bote y remó tumultuosamente.
Se dirigió a la isla del Diablo, al lugar en que había estado con Favre y con Deloge. La travesía era un poco larga, pero el sitio de desembarco le parecía relativamente seguro. Golpes como de esponjosas bóvedas sacudían el fondo del bote y superficies de palidez cadavérica se deslizaban alrededor. Había pensado (días antes en la primera travesía) que esas blancuras efímeras serían olas iluminadas por los escasos destellos de la luna, que pasaban a través de aberturas en las nubes; después había recordado que a los presidiarios que morían en las islas, de noche los llevaban a ese bote y los arrojaban al mar; le habían contado que los tiburones jugaban alrededor del bote, como perros impacientes. El asco de tocar un tiburón lo urgía a desembarcar en cualquier parte, pero siguió hasta el sitio en que se había propuesto desembarcar. No sabía si admirar su valor o despreciarse por el miedo que sentía.
Ató el bote, y trepó la barranca del extremo Sudoeste de la isla. La barranca le pareció más corta; enseguida se encontró en el bosque de palmeras. Por cuarta noche llegaba a esos árboles. En la primera creyó comprender lúcidamente los peligros a que se exponía, y decidió volverse. En la segunda, rodeó la choza de Favre. En la tercera, llegó a rodear el pabellón central.
Salía del grupo de árboles, en dirección a la choza de Favre, cuando vio dos sombras que avanzaban hacia él. Retrocedió pasando de una palmera a otra. Se arrojó al suelo; se acostó en un suelo chirriante y movedizo de insectos. Las sombras entraron en la choza. Como la choza estaba a oscuras, pensó que serían Favre y Deloge, de vuelta de su conversación con el gobernador; decidió visitarlos.
Pero no encendían ninguna luz; tal vez le conviniera ir hasta la ventana y espirar. En ese momento salió uno de los hombres, tambaleándose. Después apareció el otro. Caminaba uno delante de otro y llevaban algo, como una camilla. Nevers miró atentamente. Llevaban a un hombre.
Inmóvil, sepultado entre insectos, esperó que se alejaran. Después corrió hasta el bote y huyó de la isla. Al día siguiente, al escribirme, se quejó de haber estado lejos, de no haber visto la cara de los hombres.
Al otro día no fue a conversar con Favre y Deloge. Tampoco fue a la noche. No fue a la tarde siguiente No fue el 18. No iría nunca. Se iría el 26 a Cayena. El 27 llegaría Xavier, y él, increíblemente, regresaría a Francia. Estaba libre del sueño abominable de las islas de la Salvación y le parecía absurdo inmiscuirse en cosas que ya habían pasado.