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Desenfundó la pistola.

Estaba paralizado. Pensaba rápidamente, como delirando, con imágenes. Quería comprender, resolver. No podía.

Lento y determinado, cruzó el cuarto, abrió la puerta, siguió las interminables galerías, subió la escalera de caracol y entró en su cuarto, a oscuras. Cerró con llave la puerta. Encendió la luz.

Tenía la impresión de haber caminado como un sonámbulo, como un fantasma. No sentía sueño, ni cansancio, ni dolores; no sentía su cuerpo; aguardaba. Tomó la pistola con la mano izquierda y extendió la derecha. La vio temblar.

En ese momento —¿o mucho después?— golpearon a la puerta.

Eso era lo que aguardaba. Sin embargo, no se atemorizó. Después de un pesadilla, ese golpe lo despertaba. En él reconoció la realidad, jubilosamente. Nevers, como tantos hombres, murió ignorando que su realidad era dramática.

Dejó la pistola sobre la mesa y fue a abrir. Entró Kahn, el guardia. Había visto luz en el cuarto, y «venía a conversar».

Kahn, respetuosamente, se mantenía de pie, junto a la mesa. Nevers tomó la pistola y cuando dijo que tenía que desarmarla y limpiarla se le escapó un tiro. Sospecho que luego de la breve, tal vez, heroica representación ante Castel entrevió posibles consecuencias. Sus nervios no resistieron.