—¿Qué se propone? —inquirió Dreyfus. Eran las diez de la mañana. Nevers se vestía.
—Me voy a Cayena.
—El gobernador manda que no se moleste —repuso Dreyfus—. Si el hombre no tiene nada hasta el 26, es inútil que usted vaya. El gobernador quiere visitarlo.
Dreyfus se retiró. Nevers sentía remordimientos por su conducta anterior. Sin embargo, se preguntó cómo haría para hablar de nuevo con Favre. Después del noble intercambio de promesas y del acuerdo de sus voluntades (evitar disgustos a Castel, evitar desobediencias a Castel) no cabía otra conversación.
Era casi de noche cuando bajó al embarcadero. En el camino se encontró con el ordenanza. El hombre le preguntó:
—¿Se va a Cayena?
—No. Voy a probar la Bellerophon. Anda mal.
Era una pésima excusa. Los motores interesan al género humano: temió que el ordenanza lo siguiese, o que por el ruido del motor descubriera la mentira. Se alejó rápidamente. Subió a la lancha, la hizo andar y salió mar afuera. Navegó en una dirección y otra, como si probara el motor. Después se dirigió a la isla del Diablo.
Favre agitó un brazo. Estaba en el mismo lugar, pescando con otro presidiario. Nevers no divisó a nadie más.
Favre lo saludó alegremente y le presentó a su compañero Deloge a quien dijo:
—No te asustes. El señor es un amigo. No dirá nada al señor gobernador.
Deloge desconfiaba. Era pequeño, o así lo parecía al lado de Favre; tenía pelo colorado, una mirada vagamente extraña y una expresión aguda y ansiosa; con mal disimulada curiosidad, escrutaba a Nevers.
—No temas —insistía Favre—. El señor quiere ayudarnos. Podemos hablar con él y saber lo que pasa en el mundo.
Nevers creyó descubrir que se había establecido una especie de complicidad entre él y Favre; quiso aprovecharla, y habló, sin prudencia ni tino, de su resolución de abandonar las islas cuanto antes. Preguntó a Favre:
—Usted, si pudiera irse, ¿qué lugar elegiría para vivir?
Deloge se agitó como un animal asustado. Esto pareció estimular a Favre, que dijo:
—Me iría a una isla solitaria.
Hasta llegar a las islas, Nevers había soñado con eso. Le indignó que ese sueño pudiera engañar a un recluso de la isla del Diablo.
—Pero ¿no prefiere volver a Francia, a París? ¿Tal vez a América?
—No —replicó—. En las grandes ciudades no es posible encontrar la felicidad. (Nevers pensó: ésta es una frase que ha leído o que ha oído).
—Además —aclaró Deloge, con voz profunda—, el señor gobernador nos ha explicado que, tarde o temprano, nos descubrirían.
—Aunque nos perdonaran —se apresuró a decir Favre—, todos nos mirarían como desconfianza. Hasta nuestra familia.
—Estaríamos marcados —afirmó con súbita alegría Deloge. Repitió—: Marcados.
—Deloge —dijo Favre, señalándolo— quería ir a Manoa, en el Dorado.
—¿El Dorado? —preguntó Nevers.
—Sí; las cabañas de barro tienen techo de oro. Pero yo no aseguro nada, porque no he visto nada. Castel nos desengañó. Dice que el oro vale allí como la paja. Pero yo comprendo sus razones: Manoa queda en el interior de las Guayanas. ¿Cómo pasar por la zona vigilada?… —Favre se calló bruscamente, después dijo con nerviosidad:
—Es mejor que se vaya. Si aparece Dreyfus, o el gobernador se entera…
—Dreyfus nunca sale de noche —gruñó Deloge.
—Para mí también es tarde —aseguró Nevers. No quería contrariar a Favre; no sabía qué decir para tranquilizarlo. Le apretó mucho la mano, entrecerró los ojos y ladeó la cabeza: un lenguaje efusivo y adecuadamente impreciso.
¿Castel los preparaba para una evasión? Tal vez las enfermedades de Julien y del Cura frustraban los planes… Pensaba llevarlos a una isla. Se preguntó qué islas adecuadas había en el Atlántico. No podía llevarlos hasta el Pacífico. Si no los pasa por un túnel… No es asunto mío Sobre todo si estoy ausente.
Pero no entendía los planes de Castel. Mientras permaneciera en las islas trataría de averiguar sin arriesgarse. Tal vez creía tener un compromiso conmigo. Me había confiado tantas suposiciones disparatadas, que ahora, ante algo verosímil, urgía aclarar las cosas.