El misterio de la isla del Diablo no me incumbe, aun si existe. Lo que tardó mi sobrino en llegar a esta conclusión es prodigioso. Para nosotros, que ingenuamente creemos en el deber, ese misterio no sería indiferente.
No era éste el caso de Nevers. Una vez más recordé que la estada en las Guayanas era un episodio en mi vida… El tiempo lo borraría, como a otros sueños.
Pasó de una obsesión a otra. Se consideraba culpable de que estuviera ciego el Cura y de que faltaran medicinas para los enfermos. Decidió irse inmediatamente a Cayena, a buscar los encargos que no había traído. Llamó al ordenanza. Nadie contestó. Preparó la valija y él mismo la llevó a la Bellerophon.
Antes de irse costeó la isla del Diablo, lentamente. Vio a un presidiario que pescaba en las barrancas del extremo Sudoeste. Rodeado por las barrancas y, más arriba, por bosques de escuálidas palmeras, el lugar estaba fuera de la vista de los pobladores de las islas Real y San José, y aun, si no se asomaban expresamente, de los pobladores de la isla del Diablo. Se atribuyó una súbita inspiración y resolvió hablar con ese hombre. Casi no había peligro de que lo sorprendieran, y si me sorprendían, las consecuencias llegarían tarde.
Atracó: hizo un nudo complicadísimo, que excluía toda posibilidad de una retirada veloz.
El presidiario era inmensamente gordo. Miraba a su alrededor, como asegurándose de que no había nadie. A Nevers le pareció que ese ademán le correspondía a él, no al presidiario; en seguida admitió la posibilidad de que el hombre tramara algún ataque. Con este contendiente, pensó, una pelea no es peligrosa. Pero después nadie ignoraría su visita a la isla del Diablo. Era tarde para retroceder.
—¿Qué tal la pesca? —preguntó.
—Muy buena. Muy buena para no aburrirse —el presidiario sonreía nerviosamente.
—¿Está mejor que en el galpón colorado?
Con reprimida agitación oyó unos pasos que se acercaban, por lo alto; se guareció contra un arbusto espinoso. A su alrededor, en alguna parte, el hombre sonreía, decía:
—Esto es una maravilla. Nunca podré agradecer al señor gobernador lo que ha hecho por mí.
—¿Usted es Favre o Deloge?
—Favre —dijo el hombre golpeándose el pecho—. Favre.
—¿Dónde vive? —preguntó Nevers.
—Por este lado. —Favre señaló hacia lo alto de la barranca—. En una choza. Deloge vive en otra, más allá.
De nuevo resonaron los pasos. Desde su llegada a las Guayanas, continuamente oía caminar a los centinelas; jamás los había oído caminar con pasos tan retumbantes y numerosos. Se arrinconó contra el arbusto.
—¿Quién anda? —preguntó.
—El caballo —respondió Favre—. ¿No lo ha visto? Suba las barrancas.
No sabía qué hacer; no quería contrariar al presidiario, y temía subir y que aprovechara ese momento para correr hacia la lancha y fugarse; subió con disimuladas precauciones (para que no lo vieran desde arriba, para no perder de vista al hombre que estaba abajo). Un caballo suelto, blanco y viejo, daba vueltas continuamente. El presidiario no se movió.
—¿Qué le pasa? —preguntó Nevers.
—¿Usted no sabe? Cuando lo soltamos se pone a dar vueltas, como un demente. Me hace reír: ni que no se muera de hambre. En esta isla todos los animales están locos.
—¿Una peste?
—No. El señor gobernador es un verdadero filántropo: trae animales locos y los cura. Pero ahora, con los enfermos, no puede atender los animales.
No quería que la conversación se interrumpiera; dijo distraídamente:
—¿Entonces, no se aburre aquí?
—Usted sabe las condiciones. Menos mal que de noche pasamos el rato hablando con el señor gobernador.
Se abstuvo de preguntar de qué hablaban. En ese primer diálogo debía conformarse con algún dato sobre las pinturas que había hecho el gobernador en el pabellón central. Para acercarse indirectamente al tema, preguntó:
—¿Las condiciones?, ¿qué condiciones?
El hombre se levantó, y dramáticamente, dejó caer la caña:
—¿El señor gobernador lo mandó a hablar conmigo?
—No —dijo Nevers, confuso.
—No mienta —gritó el hombre, y Nevers se preguntó si el ruido del mar acallaría esos gritos—. No mienta. No me ha sorprendido. Si he faltado a mi palabra, es por error. ¿Cómo iba a creer que lo habían mandado para tentarme?
—¿Para tentarlo?
—Al ver su grado creí que podíamos hablar. Esta misma noche explicaré todo al señor gobernador.
Nevers lo tomó de los brazos y lo sacudió.
—Le doy mi palabra que el señor gobernador no me ha mandado ni a tentarlo, ni a espiarlo, ni a nada que se parezca. ¿Usted no puede hablar con nadie?
—Con Deloge.
—Usted debe un gran favor al señor gobernador, y ahora quiere entristecerlo diciéndole que no ha cumplido sus órdenes. Eso no es gratitud.
—Él dice que lo hace por nuestro bien —gimió el presidiario—. Dice que va a salvarnos, y que si hablamos…
—Si hablan se perjudican —lo interrumpió Nevers, guiado por su invencible instinto de perder las oportunidades—. Yo también los ayudaré. No diré nada, y le ahorraremos un disgusto al señor gobernador. Usted no hablará tampoco. ¿Puedo contar con su promesa?
El hombre, ahogado por unos tenues gemidos, le ofreció su mano mojada. Nevers la vio brillar en el crepúsculo, y la estrechó con entusiasmo.
Después regresó a la isla Real. Mantenía su intención de irse a Cayena; se iría a la mañana siguiente, porque prefería no viajar de noche.