Recorrió las islas Real y San José. Los castigos, las miserias, seguían… Tal vez los abusos de los carceleros habrían aumentado; no se notaba. Sin directores, la más horrible de las cárceles funcionaba perfectamente. Esos condenados sólo podían robar un bote y naufragar a la vista de las islas o matarse contra una letrina. Toda rebelión era inútil. Había tenido una idea fija, una humillante locura.
En ese momento lo tomaron de un hombro. Dio media vuelta y se miró en los ojos de un viejo presidiario, un tal Pordelanne. Pordelanne empezó lentamente a levantar el brazo derecho; Nevers retrocedió y pudo ver que el hombre tenía en la mano un objeto verde y colorado. Le mostraba una diminuta casilla de perro.
—Se la vendo —dijo con voz aflautada—. ¿Cuánto me da?
Pordelanne se arremangó un poco los pantalones y se arrodilló cuidadosamente. Depositó en el suelo la casilla, acercó la cara a la puerta y gritó: «¡Constantino!». Inmediatamente saltó un perro de madera. De nuevo lo puso adentro, golpeó las manos y el perro volvió a salir.
—¿Usted lo hizo? —preguntó Nevers.
—Sí. El perro sale por la acción del sonido. Cuando las pilas se gasten, las cambia. ¿Cuánto me da?
—Cinco francos.
Le dio quince y continuó el recorrido, incómodo, sintiendo que ese juguete provocaría su descrédito.
Advirtió algunos cambios en la lista de los presos del galpón colorado. Deloge y Favre habían sido trasladados a la isla del Diablo; Roday y Zurlinder, de la isla del Diablo, los reemplazaban. Nevers recordó la nerviosidad que tuvo Dreyfus cuando hablaron de los presidiarios; se preguntó si Castel habría esperado que él fuera a Cayena para ordenar el cambio; no se indignó; pensó que tal vez el gobernador no había sido injusto; en la isla del Diablo los presidiarios recibían mejor trato; era posible que entre los setecientos cincuenta presidiarios que había en las islas Real y San José alguno lo mereciera, y que tres de los cuatro presos políticos que había en la isla del Diablo fueran canallas irremediables. En principio, sin embargo, se oponía a mezclar los presos comunes con los políticos.
Volvió a la gobernación; fue al archivo. Libros, repisas, telarañas: todo estaba intacto. Fue al depósito de armas: no faltaba nada. En el fondo, como siempre, estaban las ametralladoras Schneider; a la derecha, en el suelo, las cajas de municiones, bien cerradas, llenas (trató de levantarlas) a la izquierda, el barril de aceite de máquina de coser, que usaban para las armas; también a la izquierda, en los estantes, los fusiles. Sin embargo, la cortina amarilla que se corría sobre los estantes de los fusiles estaba abierta, y en su recuerdo estaba cerrada. Emprendió una nueva inspección. Llegó al mismo resultado: con excepción de la cortina, todo estaba en orden. Tal vez, pensó, tal vez algún pobre diablo descubrió las llaves y después de registrar el depósito prefirió imaginar que no se había preparado, que la hora no era buena y que le faltaba un cómplice; que le convenía dejar las llaves y volver a la noche (cuando tuviera un plan, y, sobre todo, un bote con provisiones). Nevers confiesa que al cerrar la puerta y guardar las llaves lamentó frustrar los planes de ese desconocido.
Entró en su cuarto, dejó el juguete sobre la cómoda, cerró las persianas y se recostó. Dreyfus lo había impresionado: tal vez Castel no fuera un canalla. Un buen director no se olvida tan perfectamente de la cárcel, no admite que pueda funcionar sola. Todo buen gobernante cree en la necesidad de ordenar, de molestar… Tal vez Castel fuera un hombre excelente.
Que los síntomas del Cura no correspondiesen a los del cólera, nada probaba en contra del gobernador; quizá el Cura tuviera una enfermedad parecida al cólera, y el gobernador hubiera dicho cólera para simplificar, para que Dreyfus entendiera; o quizá Dreyfus había entendido mal, o se había explicado mal.
Sus temores eran ridículos. Le molestaba ser, a ratos, un maniático, un loco. Pero también sentía alivio: tenía que esperar hasta la llegada de Xavier, pero tenía que esperar un mundo normal, con una mente normal. Entonces recordó la prohibición de ir a la isla del Diablo. Con todo, pensó, hay algún misterio.