Antes de atracar, rodeó la isla del Diablo. No había novedad. No vio a nadie. Los animales andaban sueltos, como siempre. Desembarcó en la isla Real. Inmediatamente, fue a la Administración; allí, en el escritorio, estaba el llavero. Preguntó al ordenanza que reemplazaba a Dreyfus si había novedades. No había novedades.
A la tarde, apareció Dreyfus. Se abrazaron como amigos que han estado mucho tiempo separados. Dreyfus no parecía irónico; sonreía, embelesado. Al fin, habló:
—El señor gobernador lo espera.
—¿Puedo ir a la isla del Diablo?
—Imposible, mi teniente… ¿Trajo el encargo de la carta?
—¿Qué carta?
—La carta que llevó en nombre del gobernador. Se la di con los demás encargos.
Metió la mano en el bolsillo; ahí estaba la carta. Improvisó:
—El hombre me dijo que no tendría nada antes del 26.
—¡Antes del 26! —repitió Dreyfus.
—Antes del 26. Traje lo que pude. Volveré.
—Qué aflicción para el señor gobernador. Y qué momento para afligirlo.
—¿Qué le pasa?
—Si usted lo ve, lo desconoce. ¿Recuerda cuando estuvo aquí la primera vez? Se ha transformado.
—¿Transformado?
—Tuvo un ataque, pero más fuerte que nunca. Está gris, como de ceniza. Usted lo viera andar; parece un dormido.
Nevers sintió remordimientos. Dijo:
—Si él quiere, me voy esta misma tarde. Trataré de que esa gente me entregue las cosas…
Dreyfus le preguntó:
—¿Consiguió las antiparras para el Cura?
—No, —respondió Nevers.
—El hombre se ve mal.
—¿Está grave?
—El señor gobernador dice que mejora; la enfermedad fue mala. Durante el día lo tenemos a oscuras; de noche, despabilado. Pero no ve lo que tiene cerca; no ve su propio cuerpo; sólo distingue los objetos que están a más de dos metros de sus ojos. Hay que hacerle todo: bañarlo, alimentarlo. Come de día, mientras duerme.
—¿Mientras duerme?
—Sí, despierto está demasiado nervioso; hay que dejarlo. Todavía delira y ve los espantos.
Nevers estaba arrepentido. Después reflexionó que los anteojos no hubieran impedido que el Cura viera visiones. Para cambiar de conversación, preguntó:
—¿Y qué otras novedades hay en la isla?
—Ninguna. La vida es muy atribulada. Siempre cuidando enfermos.
—¿Enfermos? ¿Más de uno?
—Sí. El Cura y uno de los presos, un tal Julien. Ayer tuvo un ataque.
—Primero el Cura, después Castel, después…
—No es lo mismo. Al señor gobernador lo aqueja su enfermedad de siempre: dolores de cabeza. Es un honor trabajar para el señor Castel. Enfermo como está, no se aleja un momento de Julien. Y el señor De Brinon, otro tanto: sacrificándose todo el día, como si no fuera un noble. Es la sangre, mi teniente, la sangre.
—¿Castel no sale?
—Casi nunca. Un rato, a la noche, para ver al Cura o para conversar con los otros presos.
—¿Qué presos?
Dreyfus le rehuyó la mirada. Después, explicó:
—Los restantes, los que están sanos. Lo visitan en el pabellón.
—Van a contagiarse.
—No; ni siquiera yo puedo entrar en el cuarto. El señor De Brinon lleva la comida.
—¿De Brinon y el gobernador comen en el cuarto del enfermo?
—Duermen también.
—¿Cuántas veces ha venido el gobernador a esta isla y a la de San José?
—Desde que usted se fue, ni una.
—¿Y De Brinon?
—Tampoco.
—¿Y usted?
—Yo no vine. Hay trabajo, le aseguro.
Se preguntó si nadie habría advertido que la cárcel estaba sin jefes. Creyó prudente hacer una inspección y no olvidarse de mirar el archivo y el depósito de armas.