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12 de abril.

Se despertó a las nueve. Estaba cansado, pero había recuperado la lucidez: el viaje era inútil; la probabilidad de que se produjeran calamidades, insignificante. Las llaves estaban en su despacho; ningún presidiario y muy pocos guardias entraban allí, y no era imposible que las llaves estuvieran en un cajón del escritorio: los cajones de su escritorio estaban cerrados; la persona que descubriera las llaves tenía que descubrir que eran del archivo y del depósito de armas: esto era difícil en una prisión, donde hay tanta llave, tanta cosa cerrada con llave. Pensar en una rebelión era absurdo; los presidiarios estaban embrutecidos por el rigor, y el interés de Castel en cuestiones sociales y carcelarias era estrictamente sádico. Debí de estar enfermo —escribe— para creer en las locuras de Bernheim.

Vivir en una cárcel pudo enfermarlo. La conciencia y las cárceles son incompatibles, le oí decir una noche que se creyó inspirado. A pocos metros de aquí (se refería al depósito de Saint-Martin) viven esos pobres diablos. La sola idea debería aniquilarnos. El culpable de esta locura fue su padre. Si estaba paseando con los chicos y aparecía la jaula de la prisión, los tomaba de la mano y los alejaba, frenéticamente, como si quisiera librarlos de una visión obscena y mortal. Indudablemente, en su resolución de que Enrique fuera a las Guayanas, Pierre demostró dureza, pero también acierto.

Abrió la ventana que daba al patio y llamó. Después de unos minutos contestó el ordenanza. El hombre apareció después de un cuarto de hora. Preguntó:

—¿Qué se le ofrece, mi teniente?

No sabía. Le molestaba esa cara inquisitiva; contestó:

—Las valijas.

—¿Cómo?

—Sí, valijas, maletas, equipajes. Me voy.