Noche del 11 de abril.
Pasó la noche esperando que llegara la mañana, para irse. Su conducta le parecía inconcebible. ¿O le parecía inconcebible (se preguntó, despreciándose) porque no lograba dormir? Y no lograba dormir, ¿por su conducta o por el miedo al insomnio? Si había una mínima probabilidad de que esas postergaciones arriesgaran a Irene (su porvenir con Irene) era imperdonable que se hubiera quedado. Aspiraba a tener una vívida conciencia de la situación; tenía la conciencia de un actor que recita su parte.
Decidió levantarse: buscaría la lancha —la Bellerophon— y se iría a las islas, en plena noche. Llegaría inadvertidamente; quizá podría frustrar la rebelión. Si las islas ya estaban en poder de los rebeldes, también convenía la noche. Empezó a levantarse. Previó dificultades para salir del palacio; las puertas estaban cerradas; habría que llamar. ¿Daría explicaciones? ¿Cómo evitar que al día siguiente se hablara, se conjeturara, sobre su inopinada partida? No era posible salir por la ventana: había peligro de que lo sorprendieran y lo reconocieran o de que no lo reconocieran y le dispararan un balazo. Previó también las dificultades con los guardias del puerto, cuando fuera a sacar la Bellerophon.
Se preguntó si las islas no estarían en su horrible calma de siempre, y si el revuelo, hasta algún tiro, no los provocaría él con su llegada; imaginó las explicaciones, la inevitable confesión a Castel. Pero estaba resuelto a irse, quería planear sus actos y saber las explicaciones que daría en cada oportunidad. Inconteniblemente se perdía en imaginaciones: se veía guerreando en las islas; se emocionaba con la lealtad de Dreyfus o le reprochaba, oratoriamente, su traición; o Bernheim, Castel y Carlota Frinziné repetían, riéndose, que ese viaje absurdo lo había desacreditado, concluido; o pensaba en Irene y se agotaba en interminables protestas de contrición y de amor.
Oyó una lejana gritería. Eran los liberados, con sus carros enormes y sus bueyes, recogiendo las basuras. Tuvo frío: era, muy vagamente, el amanecer. Si esperaba un poco, su partida no asombraría a nadie.