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8 de abril.

La comida que le servía el reemplazante de Dreyfus era mala; el café, miserable. Pero Nevers estaba tranquilo. Los indicios que lo habían atormentado eran fútiles. Atribuía las obsesiones al clima, a las brumas pestilenciales y al delirante sol, también a Bernheim, ese ridículo demente.

No sólo estaba tranquilo; estaba aburrido. Para salir del aburrimiento deseaba conversar con Bernheim. Era verdad que algunas de sus predicciones se habían cumplido; no así la más importante, la que, juntamente con la actitud reservada y sospechosa de Castel, hubiera indicado la posibilidad de terrorismo: no había ningún pedido de dinamita: y si hoy no llega, no ha de llegar, porque el gobernador cree que esta tarde salgo para Cayena. Pensaba quedarse hasta el 14 o hasta el 15. El motivo de la postergación era que ya faltaba poco para el 27 y que Nevers quería que su regreso a las islas coincidiera con la llegada de Xavier Brissac. Aclara: Si el gobernador tiene, realmente, intenciones revolucionarias, será mejor que las cosas queden en manos de mi primo. Creía que no había nada que temer. Sin embargo, seguiría vigilando.