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7 de abril.

La increíble posibilidad de huir: he aquí su preocupación. Había renunciado a seguir investigando. No quería complicarse. La impaciencia por que llegara el 8 aumentaba continuamente; ayer, sobre todo hoy, fue una insoportable idea fija. Ahora todo ha cambiado.

Al despertar de la siesta, junto a la cama, en una cercanía excesiva (porque él salía de un letargo impersonal y remoto) encontró a Dreyfus. Éste le dijo:

—Tengo dos cartas para usted; se las manda el señor gobernador.

Una estaba dirigida a su nombre; la otra, a un tal Leitao, de Cayena. Abrió la primera. Contenía una breve nota, pidiéndole que trajera unos anteojos, según las indicaciones que agregaba.

—¿Para quién son los anteojos? —preguntó.

—Para el Cura —contestó Dreyfus.

Esto significaba que lo esperarían, que el destino horrible, del que se creía salvado, lo amenazaba.

Dreyfus le habló con su tono más sereno:

—¿Sabe la novedad? Lo abandono.

—¿Me abandona?

—El señor gobernador ordenó mi traspaso a la isla del Diablo. A las 5 llevaré mis trebejos.

Faltaban dos horas para que se fuera Dreyfus. Nevers temía razonar como un alucinado; sospechaba que aun personas de la mediocridad de Dreyfus podrían deshacer todas sus pruebas, sus invencibles pruebas de que se gestaba una rebelión. Pero consultarlo, ¿no sería una locura?

Entretanto, Dreyfus le confesó el ideal de su vida: ir a Buenos Aires. Unos contrabandistas brasileños le habían comunicado que por unos pocos céntimos, en Buenos Aires, el hombre se pasea en tranvía por toda la ciudad.

No sabía qué decidir y faltaba poco para que Dreyfus partiera.