5 de abril.
No se trata de que no entre en la isla del Diablo, de que no se sospeche lo que ocurre allí; se trata (Nevers creía tener una prueba irrefutable) de engañarme, de provocar visiones y miedos falaces. Ya no se acordaba del contagio. No había enfermos de cólera. No había peste. El peligro era la sublevación.
Expone cómo llegó a este descubrimiento: para olvidarse del cólera superponía imágenes agradables: una alameda de Fontainebleau, en otoño; el rostro de Irene. Eran traslúcidas, como reflejadas en el agua: si agitaba la superficie conseguía deformar provisoriamente al perdurable monstruo que había en el fondo. Después reflexionó: ya que debía pensar en esa enfermedad, convenía estudiarla, prevenirla. Buscó el libro sobre enfermedades tropicales; en vano recorrió los índices: la palabra «cólera» no figuraba. Después comprendió que en un libro como el suyo las enfermedades están registradas por sus nombres más vulgares; recordó que el cólera, para los profanos como él, se denomina «vómito negro». Sin dificultad encontró el capítulo. Lo leyó. Recordó que ya lo había leído a bordo. Hizo el descubrimiento: los síntomas atribuidos al Cura no eran los síntomas del cólera. Que se le desorbitaran los ojos no era natural, que echara espuma no era verosímil, que estuviera colorado y robusto era imposible.
Cuando vio a Dreyfus, le preguntó:
—¿Quién dijo que el Cura tuvo un ataque de cólera?
Dreyfus no vaciló:
—El señor Castel.
Nevers pensó comunicarle su descubrimiento. Se contuvo. Cada día Dreyfus lo apreciaba más; pero todavía Castel era su ídolo. Además, Dreyfus era muy ignorante: no sabía de qué habían acusado al capitán Dreyfus; admiraba a Victor Hugo porque lo confundía con Victor Hughes, un bucanero que fue gobernador de la colonia… Nevers agrega: Jamás creí en su ironía. Es facial (como la de muchos campesinos). Podría atribuirse a un suave, a un continuo envenenamiento con hojas de sardonia.
Pero estaba tranquilo. La rebelión ocurriría en su ausencia. Dreyfus le había llevado la lista de los artículos que debía comprar en Cayena: no había dinamita, ni nada que razonablemente pudiera traducirse por dinamita. Castel quiere alejarme para no tener testigos ni opositores. No los tendrá —afirma—. Me ordena que parta el 8. Lamento no partir hoy mismo. No soy el héroe de estas catástrofes…
Hace algunas «reflexiones» (el lenguaje es, por naturaleza, impreciso, metafórico) que vacilo en transcribir. Pero si atenúo la fidelidad de este informe, debilitaré también su eficacia contra los malintencionados y los difamadores. Confío, además, en que no ha de caer en manos de enemigos de Nevers. Este dice, en efecto: En el pensamiento aplaudo, apoyo, toda rebelión de presos. Pero en la urgente realidad hay que haber nacido para la acción, saber tomar, entre sangre y tiros, la decisión feliz. No ignoraba sus deberes: indagar si Castel preparaba una rebelión; sofocarla; acusar a Castel. Pero, debemos confesarlo, no estaba hecho de metal de un buen funcionario. Todo hombre tiene que estar dispuesto a morir por muchas causas, en cualquier momento, como un caballero —escribe—. Pero no por todas las causas. No me pidan que bruscamente me interese, me complique y muera en una rebelión en las Guayanas. Con impaciencia esperaba el día de la partida.