3 de abril.
Bajo el alero del galpón de materiales, Nevers miraba distraídamente a los presidiarios, que aparecían y desaparecían en la niebla, con grandes sombreros de paja y blusas a rayas blancas y coloradas. Hubo un claro, y vio que a lo lejos un hombre venía caminando hacia él, y después volvió la cerrazón, y después el hombre surgió a su lado. Era Dreyfus.
—Ponga cuidado, mi teniente.
—¿Usted cree que se aprovecharán de estas nieblas?
—No. No pensaba en ellos —dijo Dreyfus, sin asombro—. Pensaba en las nieblas: las mortajas de los europeos, las llamamos, porque matan.
Se detuvo, como para que el efecto de su frase no se perdiera; luego continuó:
—Llego de la isla del Diablo; el señor gobernador me dio esta nota para usted.
Le entregó un sobre. Nevers se quedo mirando a Dreyfus, con el sobre olvidado en la mano, sin resolverse a preguntarle qué novedades había en la isla. Dreyfus también lo miraba, disimuladamente. Nevers le atribuyó curiosidad por saber qué decía la nota. Esto lo incitó a no hacer preguntas, a no saciar la curiosidad de Dreyfus. Pero no podía contener su propia curiosidad. Leyó la nota. Se conformó con volverse de pronto, y sorprenderlo mirando, y confundirlo. Después dijo con indiferencia:
—Parece que iré a Cayena.
—¿A buscar vituallas?
Nevers no respondió.
—Adiviné —sentenció Dreyfus.
No le preguntó cómo había adivinado. Empezaba a sospechar que las palabras de Bernheim eran, por lo menos parcialmente, verídicas.
—¿Cómo van las pinturas del gobernador?
—Las ha concluido. Las celdas quedaron muy bien.
—¿Ha pintado las celdas?
—Sí, veteadas.
—¿Qué otra novedad hay en la isla?
—El pobre Cura tuvo un ataque de cólera. Tan luego cuando le mejoraban la vida… Lo encontraron echando espuma y con los ojos desorbitados.
—¿Morirá?
—No sé. Hoy estaba sin conocimiento, pero colorado y robusto como nunca. El gobernador y el señor De Brinon confían salvarlo. Más le valiera morir.
Nevers le preguntó por qué decía eso.
Dreyfus contó la historia del Cura:
El Cura fue segundo oficial en el Grampus, que naufragó en el Pacífico. Había diecisiete hombres a bordo. El capitán subió con cinco, en un bote; el primer oficial, con otros cinco, en otro; el Cura, con los cuatro restantes, en otro. Los botes debían mantenerse a la vista. En la tercera noche, el Cura perdió a los otros dos. Después de una semana, el capitán y el primer oficial llegaron con su gente a la costa de Chile, sedientos y casi locos. A los catorce días, un barco inglés —el Toowit— recogió al Cura: estaba en una isla de guano, entre las ruinas de un faro abandonado, solo, blandiendo un cuchillo, furiosamente acometido por las gaviotas; gaviotas blancas, feroces, continuas. En la hoja del cuchillo había sangre reseca. La analizaron: era de pájaros y de hombres. El Cura no recordaba su llegada a la isla ni los días que pasó en la isla. No había más prueba contra él que la desaparición de sus compañeros y la sangre reseca. Si el Cura los había matado —alegó Maître Casneau— los había matado en un acceso de locura. Pero un antecedente policial —la famosa batalla de 1905, entre los figurantes del Casino de Tours— y el celo de un fiscal en los albores de una promisoria carrera, lo condenaron.
—¿Qué eran los monstruos? —preguntó Nevers.
—Alucinaciones.
—¿Y las gaviotas?
—Verdaderas. De no haber ese fragmento de faro, lo comían vivo.
Nevers se fue al escritorio. Tres horas de lectura lo alejaron de toda ansiedad. Dentro de pocos días partiría a Cayena. Si era prudente, se vería libre de complicaciones en la hipotética rebelión de Castel. Xavier era el hombre indicado para reemplazarlo: lucharía, castigaría, ordenaría. Reflexionó si no olvidaba que su único propósito era salir de ese maldito episodio de las Guayanas, volvería muy pronto a Francia, a Irene.
Después recordó las noticias que le había dado Dreyfus. Si el Cura tenía un ataque de cólera, había peste en las islas. Lo comprendió en todo su horror.