27 de marzo.
El gobernador lo sorprendió. Entró en el escritorio imperceptiblemente. Nevers oyó muy cerca, en la nuca, los gritos altísimos, y tuvo la sensación pavorosa, vinculada con algún lejano recuerdo, de encontrarse repentinamente con un enmascarado.
—¿Qué lee?
—Plutarco —era inútil disimular.
—¿Por qué pierde tiempo? La cultura no debe ser el trato con hombres rudimentarios —sentenció la voz de títere—. Los estudiosos de filosofía cultivan aún los diálogos de Platón, y los lectores más exigentes volverán a reírse con las bromas de Molière sobre los médicos. El porvenir es negro.
—Negro, «camouflado» —dijo Nevers astutamente.
Hubo un silencio. Por debilidad, Nevers continuó:
—Este libro me interesa. Trata de símbolos.
—¿De símbolos? Tal vez. ¿Pero usted no cree que en mil ochocientos años el tema se habrá enriquecido?
Evidentemente, declara Nevers, Castel no había entrado para hablar de eso. Hablaba de eso para entrar en conversación. Estuvo un rato hojeando distraídamente el Tratado de Isis y Osiris. Finalmente preguntó:
—¿Qué pensó de nuestra última conversación?
—Poco, apenas.
—Si no pensó nada, es porque le desagrada muy vivamente la cárcel, —dijo rápidamente Castel—. Si le desagrada la cárcel, no puede parecerle mal lo que yo pienso.
—No sé —estaba sin ganas de discutir—. Lo que usted piensa estará muy bien; pero ocuparse de estas cosas me parece, en cierto modo, hacerse cómplice. Prefiero cumplir automáticamente mi deber.
—¿Automáticamente? ¿Esa es la misión de un joven? ¿Dónde está su juventud?
Nevers no puso contestar. El otro siguió:
—La juventud es revolucionaria. Yo mismo, que soy un viejo, creo en la acción.
—¿Es usted anarquista?
Castel siguió mirándolo en los ojos, afablemente casi llorosamente, hasta que Nevers miró hacia otro lado. Sin duda el gobernador comprendió que había ido muy lejos, pero continuó con su voz imperturbable y chillona:
—No sé. No me he ocupado de política. No tuve tiempo. Creo en la división del trabajo. Los políticos creen en la reforma de la sociedad… Yo creo en la reforma del individuo.
—¿En qué consiste? —preguntó Nevers con simulado interés. Creía que investigaba.
—La educación, en primer término. Son infinitas las transformaciones que pueden lograrse.
El gobernador le aseguró que él, Nevers, no sospechaba las posibilidades de la pedagogía: podía salvar a enfermos y a presidiarios. En seguida le confió que necesitaba un colaborador:
—Lo que haríamos es increíble. Comprenda mi tragedia: me rodean subalternos, personas que interpretarían erróneamente mis planes. La misma legislación penal es confusa; la reclusión, como castigo del delincuente, domina todavía en Europa. Ahora no sólo caminamos con paso de ganso; hablamos por boca de ganso; repetimos: El castigo es el derecho del delincuente. Inútil decirle que mis propósitos contrarían esa doctrina transrenana.
Nevers creyó que había llegado el momento de vengarse. Declaró con voz trémula:
—No tengo interés en colaborar con usted.
Castel no contestó. Miró serenamente a lo lejos, como si las paredes no existieran. Parecía cansado; el color de su rostro era plomizo. ¿Ya estaba así cuando entró o todo esto era el efecto de la réplica de Nevers? No parecía el mismo hombre que había conversado con Nevers el 9 de marzo.
He oído que tales cambios ocurren en las personas que toman opio, o morfina. Nevers reconoce que ese hombre, a quien deseaba encontrar execrable, le pareció muy viejo y casi digno; estuvo dispuesto a creer que la revolución sería benévola, a ofrecer su ayuda. Después se acordó de Irene, de la decisión de no hacer nada que pudiera postergar su regreso.
Castel permaneció unos penosos minutos, simulando interés en Plutarco. Tal vez no quería irse bruscamente y parecer ofendido. Finalmente insinuó un ademán de abatimiento, o despedida; sonrió y se fue. Nevers no le tuvo lástima.