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26 de marzo.

Ignoraba si lo que había dicho Dreyfus era un indicio terrible. Quería pedir consejo; pero ¿a quién? Él mismo, todavía horrorizado de vivir en una cárcel, razonaba mal (además tenía una leve insolación). Quizá cuando se habituara a esa vida, pensó, recordaría la hora en que la noticia le pareció terrible, con alivio de que hubiera pasado; de que hubiera pasado el peligro de enloquecer. Pero, aunque no se había acostumbrado a vivir en una cárcel (y, por increíble que parezca, lo celebraba) se inclinaba a restar importancia a la noticia que le había dado Dreyfus.

Durante los tres días previos a la noticia no ocurrió nada memorable: Dreyfus parecía abatido, triste (decidí no importunarlo con preguntas, dice Nevers; la vida en estas islas justifica toda desesperación); Castel había ordenado le mandaran algunos libros (el de Marie Gaëll sobre la resonancia del tacto y la topografía de los pulpos; uno del filósofo inglés Bain, sobre los sentidos y el intelecto; uno de Marinesco, sobre las sinestesias; por fin, el amanecer después de tanta sombra, un clásico español: Suárez de Mendoza); Dreyfus los mandó por el alambre-carril.

En la noche del 25 le pareció a Nevers que Dreyfus estaba más abatido que nunca; servía la comida en silencio; esto resultaba opresivo: entre ellos, hablar durante las comidas era una modesta y agradable tradición. Nevers se preguntó si al respetar la tristeza de su ordenanza no la aumentaba, no le sugería que estaba disgustado con él. No encontraba tema para iniciar el diálogo; en el apresuramiento propuso el tema que hubiera querido evitar.

—¿De qué acusan a Bernheim?

—Traición.

—Entonces a él, y no a usted, habría que llamarlo Dreyfus —trataba de insinuar el tema de los sobrenombres, más seguro que el de Bernheim.

—No hable así del capitán Dreyfus —dijo Dreyfus, ofendido.

—¿Qué otro sobrenombre hay aquí?

—Otro sobrenombre… a ver: está el Cura.

—¿Quién es el Cura? —preguntó Nevers con resolución.

—Marsillac, uno de la San José. Lo apodé el Cura porque es présbita: sólo ve de lejos; de cerca, absolutamente, si no tiene antiparras. No ve su propio cuerpo.

Y recordó los versos del Misterio del cuarto amarillo:

El presbiterio no perdió su encanto,

ni el jardín ha perdido su esplendor.

Nevers lo felicitó por la memoria; Dreyfus parecía desconsolado. Finalmente, confesó:

—Mire, le hablé del Cura y era del Cura que no quería hablar. Hace días que estoy perplejo con esto. Mañana usted lo sabrá; tal vez convenga más que yo se lo diga. Por favor, no condene al señor Castel; ese gran hombre tendrá algún motivo para obrar así. Ordenó que mañana, a primera hora traslademos al Cura a la isla del Diablo.