El 23 de marzo Nevers recorrió la isla Real, el galpón colorado —no en busca de Bernheim, no en busca de la prometida revelación (cree ventajoso aclarar)— en cumplimiento de su rutina.
Esa tarde la claridad era penosa. Todo resplandecía: las paredes amarillas de los edificios, una partícula de arena en la corteza negra del cocotero, el interlocutor a rayas coloradas y blancas. Nevers recordó la increíble oscuridad de su habitación y corrió inseguro a través del patio brillante.
Vio una sombra. Vio que debajo de una escalera había un lugar sombrío; fue a guarecerse. Ahí estaba Bernheim, sentado sobre un balde, leyendo. Nevers lo saludó con desmedida cordialidad.
—No puede imaginarse —respondió Bernheim buscando angustiosamente las palabras— mi progreso, desde la primera vez que nos vimos. Estoy entusiasmado.
El brillo de los ojos era lacrimoso; la mirada, tristísima.
—¿En qué consiste el progreso?
—En todo. Le aseguro que es algo muy fuerte, vital… Es una plenitud, una comunión con la naturaleza, vaya uno a saber…
—¿En qué se ocupa?
—Espionaje.
—¿Espionaje?
—Sí, vigilo. Tengo que hablarle. ¿Adivine a quién debo este resurgimiento?
—No sé.
—A Castel.
—¿Se han reconciliado?
—Jamás. —Después de un silencio, declaró—: Hay que servir a la causa.
Parecía esperar una respuesta de Nevers; insistió lentamente:
—La causa ante todo.
Nevers no quiso complacerlo. Le preguntó:
—¿Qué leía?
—La Teoría de los colores, de Goethe. Un libro que nadie pide. Dreyfus lo alquila a precio razonable.
—Dígame, usted que estuvo en la isla del Diablo, ¿qué hacía Castel con los animales?
Por primera vez, asegura Nevers, un vestigio, una «sombra» de color animó el rostro de Bernheim. Fue atroz. Creí que el hombre iba a vomitar. Cuando se repuso un poco, habló:
—Usted conoce mi credo. La violencia es el pan nuestro. Pero no con los animales…
Nevers pensó que no aguantaría que Bernheim se descompusiera en su presencia. Cambió de conversación:
—Usted dijo que teníamos que hablar…
—Sí, tenemos que hablar. Aquí no; sígame.
Llegaron al excusado. Bernheim señaló ese mármol, y dijo, temblando:
—Le juro, le juro por la sangre de todos los hombres asesinados aquí: habrá una revolución.
—¿Una revolución?
Casi no oía. Pensaba que no era fácil determinar si un hombre estaba loco.
—Los revolucionarios preparan algo grande. Usted puede frustrarlo.
—¿Yo? —preguntó Nevers, por cortesía.
—Sí, usted. Pero aclaro mi situación. No obro a favor del actual gobierno… Obro por sano egoísmo. Usted dirá la verdad: que descubrí el complot. Pero usted quizá me cree loco. Quizá busca a Dreyfus, para irse… Ya me creerá. Hoy tal vez no, pero me creerá. Usted me puso en la pista.
—¿Lo puse en la pista?
—Cuando me habló de los «camouflages». Ahí tiene: yo pensando siempre en la guerra, y no había descubierto que se trataba de «camouflages». Desde entonces lo respeto. Usted dirá que ese descubrimiento es una tontería. Los grandes descubrimientos parecen tonterías. Pero todo el mundo sabe que Pedro Castel es un revolucionario.
Nevers dijo:
—Tengo mucho trabajo.
—Estaba preparado para esto. Si mis palabras se cumplen, me creerá. Castel llevará al Cura a la isla del Diablo, entre hoy y mañana. Es un preso común, oiga bien. Me sacó a mí; lo lleva a él; necesita gente de su confianza: forajidos. A usted lo mandará a Cayena. Hay dos razones: librarse del único observador que puede molestarlo; traer dinamita.
—¿Quién la traerá?
—Usted mismo, y no será el primero. Su antecesor hizo unos diez viajes a Cayena. Hay reservas para volar el archipiélago.
Nevers le dio una palmada y le dijo que dejara las cosas en sus manos. Cruzó el patio, entró en la administración, pasó por escaleras y corredores, llegó a su cuarto. Inmediatamente sintió un gran alivio.