21 de marzo a la tarde.
Nevers caminaba por la costa, frente a la isla del Diablo. El pretexto era estudiar posibles atracaderos para un furtivo (e inverosímil) desembarco. Menos peligroso (y más impracticable) sería visitar abiertamente a Castel.
Estaba distraído, y Bernheim salió de atrás de unas rocas. Nevers no tuvo el menor sobresalto: ahí estaba esa mirada de perro aplastado. Bernheim le pidió que se escondiera entre las rocas; cometió la imprudencia de obedecerle.
—Mi intuición no se equivoca —gritó Bernheim—. Yo sé cuándo puedo confiar en un hombre.
Nevers no escuchaba. Hacía un modesto descubrimiento: percibía la desagradable incompatibilidad del tono altivo y la mirada tristísima de Bernheim. Sin embargo, oyó:
—¿Es usted un juguete de Castel?
Respondió negativamente.
—Ya sabía —exclamó Bernheim—, ya sabía. Apenas lo conozco, pero le haré una revelación que pone mi destino en sus manos.
Sobre unas piedras más altas, a unos veinte metros, apareció Dreyfus. Parecía no haberlos visto; se alejaba mirando fijamente algún punto del incesante mar. Nevers quería librarse del maniático; dijo:
—Ahí está Dreyfus —y subió por las piedras.
Cuando lo vio, Dreyfus no aparentó sorpresa; después de un rato de caminar juntos, le preguntó:
—¿Ve esa torre?
La torre estaba en la isla del Diablo; era de travesaños de madera pintados de blanco, tenía unos ocho metros de altura y acababa en una plataforma. Nevers preguntó para qué servía.
—Para nada —aseguró Dreyfus con amargura—. Para que algunos recordemos la historia y otros se mofen. La construyó el gobernador Daniel, en 1896 o 97. Puso arriba un imaginaria y un cañón Hotchkis, y si el capitán quería huir: ¡Fuego!
—¿El capitán Dreyfus?
—Sí, Dreyfus. Me gustaría que usted subiera: desde allí, el archipiélago parece diminuto.
Nevers le preguntó si era pariente de Dreyfus.
—No tengo ese honor —afirmó.
—Hay muchos Dreyfus.
—No sabía —contestó con interés—. Mi nombre es Bordenave. Me llaman Dreyfus porque dicen que siempre hablo del capitán Dreyfus.
—Nuestra literatura lo imita.
—¿Verdad? —Dreyfus abrió muchos los ojos y sonrió extrañamente—. Si usted quiere ver un pequeño museo del capitán…
Nevers lo siguió. Le preguntó si había nacido en Francia. Había nacido en América del Sur. Después contemplaron el museo Dreyfus. Es una valija amarilla, de fibra, y contiene el sobre de una carta de la señora Lucía Dreyfus a Daniel, gobernador del presidio; el mango de un cortaplumas, con las iniciales J. D. (¿Jacques Dreyfus?), algunos francos de la Martinica, y un libro: Shakespeare était-il M. Bacon, ou viceversa? Para Novus Ovidius, auteur des Métamorphoses Sensorielles, membre de l’Académie des Médailles et d’Inscriptions.
Nevers quiso irse. Dreyfus lo miró en los ojos; lo retuvo; le preguntó:
—¿Usted no cree que Victor Hugo y Zola fueron los más grandes hombres de Francia?
Nevers escribe: Zola se comprende: escribió J’accuse, y Dreyfus es un maniático de Dreyfus. Pero Victor Hugo… El hombre que para su fervor elige en la historia de Francia, más rica en generales que la más imperceptible república sudamericana, a dos escritores, merece el fugitivo homenaje de nuestra conciencia.