Dice que en la noche del 9 de marzo estaba tan cansado que no tenía fuerzas para interrumpir la lectura del Tratado de Isis y Osiris, de Plutarco e irse a acostar.
Recordaba esa primera visita del gobernador, como el incidente de un sueño. Había oído unos pasos, abajo, en el patio; se asomó; no vio a nadie: con natural astucia de subalterno, escondió el libro y se puso a hojear una carpeta. El gobernador entró. Era un viejo muy sonriente, de barba blanca y ojos nublados y azules. Nevers pensó que debía defenderse contra la fácil inclinación de considerarlo demente. El gobernador abrió los brazos y gritó con voz de laucha o de japonés:
—Por fin, querido amigo, por fin, ¡cuánto lo he esperado! Ese hombre justo, Pierre Brissac, en una larga carta me habló de usted. Aquí me tiene a la espera de su colaboración.
Gritó mientras lo abrazaba, gritó mientras le palmeaba la espalda, gritó mientras volvía a abrazarlo. Hablaba de muy cerca. Nevers trataba de eludir esa cara inmediata, ese palpable aliento.
El gobernador es profesionalmente simpático, dice Nevers; pero confiesa que él, desde el primer momento, lo miró con hostilidad. Esta dureza es una nueva facultad de mi sobrino: quizá el error de mandarlo a las Guayanas no haya sido tan grande.
El gobernador lo encargó de las islas Real y San José. Le dio las llaves del archivo y del depósito de armas.
—Tiene mi biblioteca a su disposición. Los restos de mi biblioteca: los tomos que los guardias no alquilaron todavía.
Es un anciano agradable, escribe Nevers. Con los ojos muy abiertos, como si estuviera maravillado, todo el tiempo buscaba mis ojos para mirarme de frente. Debe de ser un imbécil o un hipócrita.
Nevers consiguió decirle que había visto los «camouflages». El gobernador no entendió o simuló no entender.
Nevers preguntó:
—¿Son experimentos?
Se arrepintió de facilitar la explicación.
—Sí, experimentos. Pero ni una palabra más. Usted parece cansado. Experimentos, querido amigo.
Estaba cansadísimo. Entre sueños creyó que el gobernador, para no hablarle de los «camouflages» le infería ese terrible cansancio.
El gobernador miró la carpeta y dijo:
—Trabajando a estas horas de la noche. No hay duda: el trabajo apasiona.
Mi sobrino lo miró con sorpresa. El gobernador lo miraba con afecto.
—No digo el trabajo en general… —explicó—. Tampoco se me ocurre que ese libro pueda interesarle.
Después de una pausa continuó:
—Apasiona el trabajo nuestro, el gobierno de una cárcel.
—Gustos… —respondió Nevers.
La réplica era débil, no inútil; lo salvaba de simular (por cobardía, por mera cobardía) un infamante acuerdo. Sin embargo, no estaba seguro de que el tono fuera desdeñoso.
El gobernador declaró:
—Tal vez hablé con precipitación.
—Tal vez —articuló Nevers, ya firme en su hostilidad.
El gobernador lo miró con sus ojos azules y húmedos. Mi sobrino también lo miró: consideró su frente ancha, sus pómulos rosados y pueriles, su blanquísima barba salivada. Le pareció que el gobernador estaba indeciso entre irse golpeando las puertas o intentar, de nuevo, una explicación. Creyó que el provecho que sacaría de mí valía otra explicación, o prevaleció su horrible dulzura.
—Hay un punto, querido amigo, en que estaremos conformes. Será nuestra base. ¿Nota en mí cierta ansiedad por llegar a un acuerdo con usted?
La había notado; le irritaba. Castel siguió:
—Seré franco: puse todas mis esperanzas en usted. Yo necesitaba lo que es más difícil de conseguir aquí: un colaborador culto. Su llegada disipa los problemas, salva la obra. Por eso lo he saludado con un entusiasmo que tal vez le parezca extravagante. No me pida que me explique; a medida que nos conozcamos, nos explicaremos el uno al otro, insensiblemente.
Nevers no contestó, Castel siguió diciendo:
—Vuelvo a lo que hemos tomado como base de nuestro acuerdo. Para la mayor parte de los hombres —para los pobres, para los enfermos, para los presidiarios— la vida es pavorosa. Hay otro punto en que podemos convenir: el deber de todos nosotros es tratar de mejorar esas vidas.
Nevers apunta: Yo había sospechado que en el fondo de la ansiedad del viejo había una charla sobre política. Ahora descubría un nuevo horror: según fuera su contestación podrían hablar de política o interesarse en sistemas carcelarios. No contestó.
—Nosotros tenemos la oportunidad, la difícil oportunidad, de actuar sobre un grupo de hombres. Fíjese bien: estamos prácticamente libres de control. No importa que el grupo sea pequeño, que se pierda entre «aquellos que son infinitos en el número y en la miseria». Por el ejemplo nuestra obra será mundial. La obligación es salvar al rebaño que vigilamos, salvarlo de su destino.
Castel había hecho más de una afirmación ambigua y alarmante; lo único que percibió mi sobrino fue la palabra «rebaño». Afirma que esa palabra lo enojó tanto que lo despertó.
El gobernador dijo:
—Creo, por eso, que nuestro cargo de carceleros puede ser muy grato.
—Todos los carceleros han de razonar así —murmuró con prudencia Nevers; en seguida levantó la voz—: Si pudiera hacerse algo…
—Yo creo que puede hacerse algo. ¿Usted?
Nevers no lo honró con una contestación.
Después recordó su intención de pedir permiso para visitar la isla del Diablo; el gobernador se había ido.